14 Dic. 13
Satisfecho el desahogo de acusar a quienes aprobaron la reforma energética, la izquierda está obligada a preguntarse: ¿y nosotros dónde estamos? Una respuesta seria a esa cuestión exige un ejercicio de profunda autocrítica. Puede la izquierda practicarlo o no, pero no puede ignorar un hecho: está en apuros.
La lamentable afección cardiaca que postró a Andrés Manuel López Obrador haciéndolo participar hasta donde la salud lo permitía y la reactivación de Cuauhtémoc Cárdenas como salvavidas del perredismo revela la fragilidad y la debilidad de la izquierda. Algo ha hecho mal esa corriente política.
Esa izquierda puede jurar que la consulta popular, la movilización o el juicio de la historia pondrá a cada quien en su lugar. Es posible. El presente, sin embargo, la urge a replantearse qué pretende y cómo quiere conseguirlo. Sin esa reflexión, el destino de la izquierda es el pasado, no el futuro: el espacio donde la denuncia y el testimonio alivian el malestar de no poder.
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En el perredismo hay un sinnúmero de políticas a revisar.
Uno. La unión (alianza) con el panismo en el campo electoral es la desunión con esa fuerza en el campo político. El perredismo se casa con el panismo en las elecciones y se divorcia en la política. Esa postura dictada por la esquizofrenia del oportunismo y la obsesión antipriista no le ha dejado dividendos. De julio de 2012 a julio de 2013, el perredismo hizo su mejor imposible: pasó del segundo al tercer lugar electoral, yendo a remolque del panismo.
Dos. Si bien las gestiones de Cuauhtémoc Cárdenas, Andrés Manuel López Obrador y Marcelo Ebrard estamparon contundentemente un sello de izquierda en el gobierno de la capital de la República y marcaron clara diferencia con la competencia política, la de Miguel Ángel Mancera ni siquiera acaba de constituirse en gobierno y sí, en cambio, despilfarra el legado recibido. Tan dado a exigir cuentas a los gobiernos de signo distinto al suyo, si el perredismo no aplica esa máxima a Mancera no podrá llamarse a asombro cuando pierda su principal enclave.
Tres. Otros gobiernos perredistas -excepción hecha, hasta ahora, el del tabasqueño Arturo Núñez- no dan color y los que dan tienen un subido tono gris. ¿En verdad, son timbre de orgullo perredista los gobiernos de Ángel Aguirre Rivero en Guerrero o de Gabino Cué en Oaxaca? ¿Es suficiente decir que la diferencia de Graco Ramírez con sus antecesores en Morelos estriba en que él no está coludido con el crimen, aunque la inseguridad sea la de siempre? ¿Por cierto, defiende todavía el gobernador morelense la reforma energética?
Cuatro. Desde que las prerrogativas y los presupuestos públicos en posesión resolvieron el problema de los recursos económicos, la política intrapartidista se redujo al control de la dirección. La organización y la implantación nacional de la estructura se abandonaron. De la lucha se pasó al relajo y de las metas políticas al botín de los dineros. El mismo espíritu de las reformas electorales que el perredismo impulsa no busca crecer su fuerza, sino decrecer la del adversario. No se plantea cómo sumar más votos, sino cómo restarlos al contrincante.
Cinco. La supuesta profesionalización de la política en el perredismo se ha traducido en cerrar las puertas a la sociedad y alejar a ésta lo más posible. Se ha creado una burocracia donde la lucha caníbal por puestos, dentro y fuera de la estructura, tiene por única regla que los participantes pertenezcan a una tribu reconocida y no a la ciudadanía desconocida. De ahí que, cuando el perredismo demanda el apoyo ciudadano para impulsar o defender una causa, encuentre su eco por única respuesta. Esa práctica endogámica ha provocado que, cuando el perredismo no mira la paja en el ojo adversario, se fascina viéndose el ombligo. Eso, sin mencionar que la falta de refresco ciudadano en sus filas ha sido caldo de corrupción entre los supuestos cuadros profesionales y, por consecuencia, de confusión entre solidaridad y complicidad.
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En el caso del movimiento encabezado por Andrés Manuel López Obrador, la situación no es muy distinta.
Uno. El tabasqueño hizo de su virtud, vicio. El peso de su liderazgo, la concentración del movimiento en su figura y la no delegación de tareas impidieron el desarrollo de cuadros que, en una circunstancia adversa como la sufrida por el dirigente, puedan tomar el relevo sin que la organización del movimiento se cimbre. Hoy, dicho con reconocimiento a quienes militan comprometidamente en Morena, el movimiento parece en la orfandad.
Dos. A Morena le falta una definición clara y contundente de su objetivo. Desde hace años, su dirigente confunde partido con movimiento y movimiento con partido. Al frente del perredismo, pretendió hacer del partido un movimiento. Al frente del movimiento, pretende crear un partido. Puede parecer lo mismo, no lo es. El movimiento litiga con el horizonte que plantea un partido, el partido litiga con el límite que impone un movimiento. La pregunta es si el movimiento como partido está decidido a participar en la arena y con las reglas del juego electoral y partidista.
Tres. Hasta ahora, Morena ha manifestado su interés por el registro como partido, por ocupar la Presidencia de la República y, desde ahí, realizar sus postulados, así como por participar en las grandes causas. Suena bien la idea, pero adolece de un problema: exige movilizarse en torno a esos tres propósitos, pero no en torno a los problemas de los movilizados. Paradoja insostenible: prometer el paraíso mañana, habitando el infierno por lo pronto.
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Moleste o no, en zig-zag, articulando a modo a la oposición, el pragmatismo del priismo en el gobierno hizo gala de oficio este último año.
Puede la izquierda rebelarse ahora ante el resultado, pero no puede fincar su existencia sólo en valiosas figuras, desconocer que de momento ni se opone ni propone y que está en apuros.
sobreaviso12@gmail.com
Leído en http://www.elsiglodetorreon.com.mx/archivo/?q=rene+delgado&y=2013&t=a
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