sábado, 14 de diciembre de 2013

Manuel Espino - El Congreso, ejemplo nacional

Que la naturaleza de los parlamentos es confrontacional nadie lo duda. Ya desde el mismo palacio legislativo de la Roma imperial la distancia entre los pasillos de las diversas bancadas era justo la de dos espadas, con la finalidad de que legisladores exaltados no pudieran cruzar aceros tan fácilmente. Es natural que las pasiones se exalten, pues se trata de la plaza pública donde se toman con fuerza y vigor las más trascendentes decisiones para el devenir de una nación.

No obstante, en nuestros tiempos los legisladores ya tendrían que haber trascendido ese cariz violento de la política y mostrar fuerza y vigor pero en lo intelectual, en lo argumentativo, subordinando las emociones con la mesura y la templanza que deben honrar la conducta de un representante popular.





Nada de eso pasó durante la discusión de la Reforma Energética. Más allá de los debates técnicos e ideológicos y de quién tuvo la razón en el fondo, claro está que en la forma se mostró un patetismo que ahonda el profundo deterioro de los partidos y la clase política en general.

Como actos destacados del circo generado en los últimos días tenemos a un diputado hablando semidesnudo en tribuna, a una diputada lastimada por un enfrentamiento a golpes con una de sus colegas y los letreros de “traidores” colocados por los opositores a la reforma energética sobre las curules de quienes la aprobaron.

Aunque el diputado Ricardo Anaya afirmara que “hemos escrito una de las páginas más brillantes en la historia moderna del Congreso de la Unión”, lo cierto es que la historia registra la vergonzante superficialidad del poder legislativo pues hubo un severo desgaste de la ya de por sí deteriorada imagen de los legisladores mexicanos.

Nuestros representantes no parecen comprender que el Poder Legislativo debe ser, como depositario de la soberanía del pueblo, una guía de la vida nacional, un faro que ilumine la ruta a seguir como nación.

¿Cómo se puede esperar que en los cabildos y en los congresos locales haya civilidad si en los pasillos de San Lázaro se lanzan ganchos a la mandíbula?

Más grave aún, ¿cómo se puede generar una cultura del diálogo si desde “la más alta tribuna de la nación” no se expresan argumentos sino se habla con tanta desnudez de ropa como de ideas?

¿Cómo se puede enseñar tolerancia en las escuelas si nuestros jóvenes ven que a quien sostiene ideas diferentes no se le combate con tesis sólidas, sino llamándole “traidor a la patria”?

Estos episodios son un síntoma, pero la enfermedad es la intolerancia, la incapacidad para dialogar, la escasísima capacidad de actuar con visión de Estado y no de proyecto, dejando atrás el lastre de la ideología o el del afán electorero.

Sería un error ver esta situación desde el lado chusco o como una muestra de la picaresca del mexicano. Se trata de actos que debemos rechazar y condenar abiertamente, pues se interponen en la construcción de lo que más falta le hace a México: un genuino espíritu concertador y un ambiente pleno de sinceridad democrática.

 www.Twitter.com/ManuelEspin
manuespino@hotmail.com

Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=209702

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