miércoles, 22 de enero de 2014

Eduardo Ruiz Healy - Dos argumentos contra la pena de muerte

Si el republicano que gobierna Texas, Rick Perry, no decide otra cosa, hoy a las 6:00 PM (Hora del Centro) será ejecutado por medio de una inyección letal el mexicano Edgar Tamayo, de 47 años de edad, quien hace 20 años, el 31 de enero de 1994 para ser exactos, asesinó a un policía de Houston que entonces tenía 24 años..

No defenderé aquí a Tamayo, quien sin piedad alguna le dio un tiro en la cabeza y por la espalda al oficial Guy Gaddis, quien al morir dejó a una viuda de 24 años de edad que estaba embarazada con su hija Stephanie, que hoy tiene 19.

Tampoco impugnaré al sistema de impartición de justicia de Texas que ha hecho costumbre de llevar a juicio a extranjeros, la mayoría de ellos mexicanos, violando sus derechos de recibir la ayuda legal de los consulados de sus países de origen, como lo ordenan los tratados internacionales que el gobierno estadounidense ha firmado.





Lo que presentaré en esta ocasión son dos argumentos contra la pena de muerte, de entre los muchos que a lo largo de los años he expuesto para justificar mi oposición a un castigo propio de países salvajes.


De acuerdo a diversas investigaciones, la existencia y aplicación de la pena de muerte no contribuye para que se dejen de cometer crímenes infames. En el país que lleva estadísticas precisas de casi todo, Estados Unidos, se encontró lo siguiente:
1. Como grupo, los estados que aplican la pena de muerte no registran menores índices de asesinatos que los estados en donde no existe la pena capital. Durante la década de los 80, la tasa anual de asesinatos en los estados donde la ley permite la pena de muerte fue de 7.5 por cada cien mil habitantes, la tasa fue de 7.4 en los estados que no permiten dicha pena.
2. En estados vecinos, uno en donde se aplica la pena de muerte y otros sin dicho castigo, no se observan menores tasas de asesinato en aquel en donde se aplica la pena capital. Por ejemplo, entre 1972 y 1990, la tasa de asesinatos en Michigan (que no permite la pena de muerte) era generalmente tan baja o más baja que en el vecino estado de Indiana, que restituyó la pena de muerte en 1973.
Nadie ha podido, hasta ahora, probar que la aplicación de la pena capital reduce sensiblemente, si es que en algo, la comisión de delitos graves, como son el asesinato, la violación, el secuestro o el tráfico de drogas.
Lo peor de todo es que, una vez ejecutada la sentencia, no pueden corregirse los errores. Es decir, no vale el “usted disculpe, nos equivocamos” que tantas veces se escucha decir a la autoridad judicial cuando deja libre a alguien que fue erróneamente encarcelado. La electrocución, las balas de los fusiles, la soga de la horca, el veneno de la inyección y cualquier otro método para privar a un ser humano de su vida tienen efectos definitivos, irreversibles.
De nuevo veamos que ha pasado en el vecino país del norte. De acuerdo a la información contenida en el libro In Spite of Innocence: Erroneous Convictions in Capital Cases (A Pesar de la Inocencia: Sentencias Erróneas en Casos Capitales), de Michael L. Radelet, Hugo Adam Bedau, and Constance Putnam (Boston: Northeastern University Press, 1992) y en el artículo Miscarriages of Justice in Potentially Capital Cases (Errores de la Justica en Casos Potencialmente Capitales), por Bedau and Radelet, en el Stanford Law Review (número 40, 1987), el sistema de impartición de justicia se ha equivocado en decenas ocasiones sentenciando a muerte a personas inocentes.
En otra ocasión escribiré sobre los altísimos costos económico y morales que la pena capital le impone a una sociedad que permite que se aplique.
Tamayo cometió un crimen imperdonable y merece ser castigado. Más civilizado hubiera sido condenarlo a pasar en la cárcel el resto de sus días.

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