Independientemente de lo que haya decidido la revista Time, el personaje del 2014 fue, a mi juicio, Edward Snowden, el hombre que reveló el programa de espionaje masivo del gobierno norteamericano. El filtrador ha provocado un debate de enormes consecuencias sobre el sitio de la privacía en el mundo contemporáneo. Snowden ha invocado el fácil paralelo orwelliano. Ha sugerido que vivimos en la peor versión de 1984. No es así: no es que una bota nos aplaste la cara eternamente, ni que se pretenda colonizar la mente con una mentira universal. Lo que el respetable traidor mostró fue que el ámbito de nuestras comunicaciones contemporáneas no es el paraíso de la libertad que nos permite conversar, consumir, informarnos, o quejarnos sin restricciones sino (también) un inmenso anfiteatro donde somos vistos y escuchados. Lo advierte bien Evgeny Morozov, un crítico del utopismo tecnológico. La información que compartimos en internet es crecientemente una forma de pago. El sistema económico está cambiando para hacer de nuestros datos personales una moneda encubierta. “Los beneficios para los consumidores ya son evidentes, dice Morozov; los costos potenciales a los ciudadanos no lo son.” La principal víctima de esta transformación económica será la democracia.
Pasó casi desapercibido entre nosotros el centenario de Nicolás Gómez Dávila el genial aforista colombiano. Lo admiraron Jünger, Canetti y Cioran, los colosos del género. “Lo contrario de lo absurdo no es la razón sino la dicha” soltó en alguno de sus disparos. La barbarie era para él la opinión tajante, el infierno el destino de la línea recta. Cada dardo suyo demuestra que la lucidez no tiene que ser persuasiva. Sabio ejercicio de escepticismo, Gómez Dávila carcome la miserable arquitectura del lugar común y ridiculiza la pose del bien pensante. Invitando a leer sus Escolios, extraigo tres líneas suyas contra la superioridad moral del demócrata, del revolucionario, del angelical:
Al demócrata no le basta que respetemos lo que quiere hacer con su vida; exige además que respetemos lo que quiere hacer con la nuestra.
Un destino burocrático espera a los revolucionarios, como el mar a los ríos.
El mal, como los ojos, no se ve a sí mismo. Que tiemble el que se vea inocente.
Algunos lo ven como un simple cambio de tono. Es, en efecto, un acento distinto, pero puede implicar un cambio radical. “¿Quién soy yo para juzgar?,” dijo el Papa Francisco. Respondía a un periodista que lo interrogaba sobre los sacerdotes homosexuales. Al contestar con otra pregunta, el pontífice rechaza la reprobación inmediata, la condena a la que a veces se modera con algún consuelo piadoso. Quien hablaba no era un perseguidor de pecadores. Su respuesta parece consistente con una visión del mundo: ¿Nos tratamos como hermanos? ¿O nos juzgamos los unos a los otros?, dijo recientemente. No es que el Papa argentino vaya a desfilar en el próximo desfile del orgullo gay. Sigue creyendo que hay un desorden objetivo en la homosexualidad pero el tono es radicalmente distinto. “Cuando Dios ve a un homosexual, ¿aprueba su existencia con afecto o la rechaza y condena?” ¿No es eso el germen de una revolución eclesiástica? El cambio de tono es una ruptura del énfasis inquisitorial de tiempos recientes.
Tan extraña es la existencia de un político admirado que tendemos a arrancarle condición política y convertirlo en santo. Por eso se conspira para beatificar a Nelson Mandela. Fue un talentosísimo hombre de Estado que tal vez dejó mejores enseñanzas que legados. En la cárcel aprendió que el fin del Apartheid no sería impuesto, sino producto de la negociación. Gran seductor, fue un artista de la reconciliación. Su fórmula fue sencilla: afirmar la dignidad propia reconociendo la dignidad del enemigo. Demostró así que una política de respeto puede ser una política eficaz. John Carlin recuerda una anécdota. Poco tiempo antes de que Mandela tomara posesión como presidente de Sudáfrica, el general Constand Viljoen tramaba una insurrección contra el régimen multirracial. Mandela lo invitó a su casa. Al llegar, el propio Mandela le abrió la puerta, le sirvió el té, le ofreció leche, le puso la cucharada de azúcar que pidió. Hablando en su propio idioma (el lenguaje de los opresores), Mandela lo persuadió que la guerra sería un desastre para todos y lo invitó a entrar al parlamento. Viljoen salió de casa de Mandela sin ánimos de guerra. La santidad es una forma de la tenacidad, dijo Mandela en alguna ocasión.
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Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=213144
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