sábado, 11 de enero de 2014

René Delgado - Desarme o rearme

Menuda contradicción, alentar el desarme en algunos lugares y alentar el rearme en otros.


En esa parafernalia, nomás falta que las armas entregadas en un sitio se devuelvan en otro. De seguir esa ruta, México ocupará una posición destacada en el ranking de los países que mejor reciclan las armas, pero no en el de aquellos que pretenden fortalecer el Estado de derecho. La autoridad quedará como un buen administrador de fusiles, pero no como un gobierno empeñado en recuperar el Estado y, en el marco del derecho, ejercer el monopolio del uso legítimo de la fuerza.
Contrasta, en ese sentido, la manifiesta campaña del gobierno capitalino para reducir el número de armas en la Ciudad de México con la callada campaña del gobierno federal para cobijar y apoyar a grupos armados, particularmente, en Michoacán. Al centro del parangón queda bailando el concepto de Estado-nación.




Ofensivas o defensivas, las armas invariablemente terminan por herir o matar a otro. Puede argumentarse, desde luego, que el detalle está en la causa de su uso. La sociedad puede debatir si es legítimo o no integrar brigadas de autodefensa ante la incapacidad del Estado para brindarle seguridad. La sociedad puede, no el gobierno. El gobierno está impedido, por ley está obligado a garantizar aquélla así como el derecho a la vida, la integridad y el patrimonio de esa sociedad. Si el gobierno considera que no es indebido tolerar, apoyar o amparar a grupos armados extraoficiales, criminales o no, no resta entonces más que demandar e impulsar la justa distribución de fusiles.
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Literalmente, el gobierno federal -ya que el estatal no cuenta- juega con fuego en Michoacán.
A lo largo de ya casi una década, esa entidad marca no la derrota del gobierno federal, sino el fracaso del Estado. Por más que se niegue, los síntomas en esa región son los de un Estado fallido. Diversos operativos oficiales se han emprendido y el resultado, acaso con pequeños matices de diferencia, ha sido el mismo: la incapacidad del Estado para restablecer el dominio y control del territorio, así como para restaurar el imperio del derecho y el monopolio exclusivo del tributo. Increíble, los indicios apuntan que las organizaciones criminales cuentan con más apoyo y respaldo social que las autoridades legítimamente constituidas.
Resistente a la idea de asumir el fracaso de sus estrategias y a ensayar decididamente otras, el gobierno federal parece tentado a incursionar en un ejercicio peligroso en extremo: tolerar o alentar la confrontación armada entre grupos criminales o entre grupos criminales y sociales, pretendiendo ahorrarse la sangría y el desgaste de sus propias fuerzas y, a la vez, debilitar a las fuerzas no oficiales a partir del choque entre ellas.
La contradicción del discurso y la práctica del gobierno federal ante las brigadas de autodefensa no habla de una incongruencia sino de un doble juego. Se luce con el discurso de la vigencia del Estado de derecho y se ensucia las botas acompañando a éste o aquel grupo armado en la ofensiva destinada presuntamente a recuperar de manos del crimen el territorio y las reglas de convivencia. Recarga el costo de sangre sobre los grupos armados y, de rebote, sobre los civiles, aun cuando ocasionalmente el grupo armado hostigado le tienda emboscadas a la tropa militar o policial oficial.
Ignora el gobierno las lecciones más de una vez arrojadas por la historia en distintas latitudes a causa de la práctica de amparar a fuerzas anormales (irregulares) para restablecer la normalidad política, social, económica y legal deseada. Por la similitud con la realidad mexicana, es frecuente citar como referente lo sucedido con los grupos paramilitares en Colombia, pero hay otros ejemplos. En la escala de la confrontación de las grandes potencias en territorios ajenos al suyo, un ejemplo elocuente del segundo efecto de esa práctica fue el apoyo de Estados Unidos a los rebeldes en Afganistán: le costó, en más de un sentido, un ojo de la cara.
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Desde la óptica del análisis, criticar el doble juego del gobierno frente a las brigadas de autodefensa no toma mucho trabajo. La realidad, sin embargo, impide hacerlo con la mano en la cintura.
Es cierto que, en más de una comunidad, la incapacidad del Estado para garantizar la seguridad y el derecho ha orillado a éstas a integrar brigadas de autodefensa y a impartir justicia por su propia mano. Cómo negarle a una comunidad el derecho a defenderse frente al crimen, sobre todo cuando el Estado se muestra incapaz de hacerlo. Pero también es cierto que, en algunos lugares, las organizaciones criminales han armado a grupos civiles para conservar y expandir sus intereses frente a sus competidores.
Discernir la legitimidad y autenticidad de esas brigadas quizá podría hacerse a partir de un trabajo serio pero, aun suponiendo el éxito de esa labor, nada justifica que el gobierno arbitre qué ciudadanos pueden armarse y cuáles no. Antes, tendría que abdicar a una obligación fundamental, constitutiva precisamente de su carácter de autoridad legítima y legal.
No ahora, sino desde hace años, el gobierno ha mostrado enorme laxitud ante la integración de grupos armados extraoficiales. La creación de ejércitos privados al servicio de portentosos consorcios y de sus cuadros mayores se ha tomado con ligereza y, claro, en esa lógica se podría considerar que, si hay quienes pueden contar con su propio ejército, por qué las comunidades asediadas por el crimen no van a formar sus brigadas de autodefensa. Quien pueda, que arme su ejército.
Puede debatirse, sí, pero no por ello ignorar un hecho: el gobierno está fallado en un capítulo fundamental de su razón de ser y, por lo mismo, alentando por omisión o acción un proceso descivilizatorio, cifrado en la barbarie.
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El gobierno tiene que definir claramente su postura ante las brigadas de autodefensa y, así, establecer si está por el desarme o el rearme. Si es lo segundo, impulsar la cruzada por la justa distribución de fusiles.
sobreaviso12@gmail.com


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