Después de ver lo que sucede en Venezuela, se antoja preguntarle a la izquierda mexicana qué opina sobre el modelo político económico impuesto por el chavismo en ese país.
Las imágenes de protesta que hoy vemos en las calles venezolanas tienen causas económicas muy concretas: crisis en la balanza de pagos, desempleo, una inflación de las más elevadas del mundo, destrucción de la planta productiva nacional, cero inversión, un férreo control de cambios y consecuentemente una grave escasez de alimentos y medicinas.
La crisis en esa nación sudamericana no es coyuntural. Significa el fracaso de un modelo de izquierda, dogmático y autoritario, efluvio de un marxismo leninismo anacrónico que ya no tiene vigencia ni posibilidad de éxito en el siglo XXI, pero al que siguen atados Nicolás Maduro y una serie de líderes latinoamericanos.
Esto no significa —para ser más precisa y evitar malos entendidos— que hayan desaparecido las causas de la pobreza y la desigualdad en América Latina, especialmente en un país como México, sino que las fórmulas económicas que hoy defiende y pretende aplicar la izquierda están condenadas al fracaso por responder a un mundo que ya no existe.
Tan es así que la Venezuela chavista y la izquierda mexicana se están quedando cada vez más solas. Ancladas en un esquema dictatorial propio de una América Latina que dejó de existir hace 30 o 40 años; que pretenden emular la Cuba de Fidel Castro, cuando hoy la propia Cuba busca abrirse comercialmente para convertirse en un referente económico en la zona del Caribe.
El mismo Nelson Mandela reconoció, ya como presidente de Sudáfrica, que era imposible convertir su país en una réplica del régimen castrista debido a que se trataba de dos realidades incompatibles. “No tardó en comprender —dice el periodista británico John Carlin— que tomar el poder a lo Castro no pasaba de ser un sueño que produciría una larga guerra de guerrillas que daría como consecuencia lo que definió como la paz de los cementerios.”
Y es que a diferencia de lo que está sucediendo en el mundo moderno —más libertades de todo tipo, más derechos humanos conquistados, un mayor intercambio comercial hemisférico y global—, en Venezuela, el presidente Maduro ordena para sus opositores medidas represivas similares a las que aplicaban las dictaduras comunistas y fascistas durante la Guerra Fría.
El discurso propagandístico del sucesor de Hugo Chávez y las imágenes donde la policía y el ejército asestan golpes brutales a los jóvenes estudiantes venezolanos, el cierre masivo de medios de comunicación, el encarcelamiento de líderes políticos, la prohibición de tránsito y censura de las libertades, parecen un déjà vu, una fotografía en blanco y negro tomada en los tiempos de Augusto Pinochet.
Toda crisis debe ser una lección sobre lo que no debe hacerse. Sin embargo, en este caso la principal lección debería ser para la izquierda mexicana. Quienes hoy se oponen a la aprobación de las leyes secundarias en materia energética deberían voltear a ver Venezuela. La falta de inversión y diversificación de la industria petrolera, el precio que hoy deben pagar sus habitantes por cada litro de gasolina tienen desfondada la economía de ese país y están llevando al gobierno a una situación insostenible.
La debacle económica que hoy sufre esa nación mucho se explica en haber convertido la industria petrolera en un instrumento de poder político ideológico, más que en una palanca de desarrollo económico. Un pensamiento sectario le impidió al gobierno adelantarse a las consecuencias que tendría para la economía venezolana el boom petrolero que experimenta Estados Unidos desde 2008.
Pero en Venezuela no sólo está en crisis un gobierno, sino el modelo de una izquierda rebasada por la realidad, cerrada cuando el mundo es abierto; fanática cuando hoy se impone la libertad de pensamiento; represiva cuando ya no existen los campos de concentración ni los gulags. Un tipo de modelo en extinción que pone en entredicho las fórmulas defendidas por la izquierda mexicana.
Beatriz Pagés
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