sábado, 22 de febrero de 2014

René Delgado - Corrupción y abusos transparentes

Algo anda mal cuando la participación ciudadana no rebasa la condición de intento o, peor aún, de queja o de lamento... y al gobierno y los partidos los regocija la impotencia de sus representados.


Esa circunstancia que la élite política celebra como ocasión para hacer del gobierno una agencia privada de colocaciones, para imponer sus decisiones a capricho o para cometer impunemente fechorías, augura un mal desenlace. Ahí están los indignados de otras partes del mundo que, expulsados de los canales institucionales de participación y vetados para incidir en las grandes decisiones, un día se plantan en la calle y al siguiente tiran a este o aquel otro gobierno y, al final, ni dignos ni indignados encuentran fórmulas de entendimiento.
Producto de las tecnologías que favorecen el flujo horizontal de información, cada vez hay menos secretos así como oficinas sin luz en los gobiernos y, por lo mismo, a la élite política le cuesta más trabajo decidir en cofradía o a oscuras. Esas tecnologías echan de cabeza o iluminan a la clase dirigente cuando menos se lo espera pero, aun así, el abuso o el error prevalece sin castigo.






Así, la ciudadanía sufre una paradoja: puede transparentar la corrupción o el abuso, pero no corregirlo ni sancionarlo. Puede exhibir en flagrancia o denunciar en segundos abusos y fechorías de la élite política pero, sin fuerza ni organización, a su ánimo lo frustra la complicidad de la clase política para encubrir o tolerar sus propios excesos. En vez de cerrarse, se abre todavía más la distancia entre representados y representantes y el peligro de un estallido asoma la mecha.
Esa contradicción, en el campo ciudadano se traduce en un sentimiento de frustración e impotencia; en el campo de la élite política se significa en actos de cinismo e impunidad. La excepción se da cuando, a manera de quien arroja un hueso a una jauría hambrienta, la élite sacrifica a uno de los suyos, pero no por haber incurrido en un abuso o un acto de corrupción, sino por indisciplina. Castiga la indisciplina, no el abuso ni la corrupción.
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Hoy, los abusos y la corrupción son cada vez más transparentes... pero nada más.
Cometer abusos de poder; imponer decisiones sin consultar; robar, desviar o despilfarrar recursos públicos; actuar en el servicio público o en la representación popular con negligencia o pusilanimidad; explotar un puesto público en beneficio propio; convertir la impartición de justicia en rentable negocio son prácticas que, aun cuando configuren un delito, son toleradas por esa élite pese al quejido ciudadano.
Ejemplos sobran. Si el jefe de la bancada parlamentaria de un partido cobra "moches" por bajar recursos del presupuesto no importa, siempre y cuando sea leal al dirigente del partido. Si un delegado capitalino muerde y deja huella de la tarascada, antes de pensar en expulsarlo, su partido valora su eficacia como operador electoral. Si un gobernador hipoteca por décadas a su estado, basta con que baje su perfil y disfrute sin hacer ruido la fortuna malhabida. Si otro coordinador parlamentario convierte en salón de fiestas el Senado, con que lamente el volumen del mariachi conserva el puesto. Si un alcalde cobra derecho de piso a los casineros, pero es un buen plomero electoral, mejor convertirlo diputado y darle fuero. Si el ombusdman aparece fotografiado con una tratante de personas, todo se resuelve diciendo que él no sabía quién era.
Lo peor. En la era de la información, los corruptos no tienen empacho en mostrar cómo disfrutan del dinero ajeno. Exhiben coches, joyas, mascotas, compras, vinos y, luego, al darse cuenta del error, no dudan en decirse víctimas del "bullying" ciudadano.
Ejemplos sobran, cada vez son más y persisten pese a la transparencia.
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Viene a cuento poner sobre la mesa o en la vitrina esta situación porque, en estos días, senadores y diputados tomarán decisiones en torno a dos órganos fundamentales de la democracia: la designación de los comisionados que, reformado, integrarán el pleno del Instituto de Acceso a la Información y de los consejeros electorales que permanecerán o se sumarán al Consejo General del próximo Instituto Nacional Electoral.
Si, en ese proceso, los legisladores no atienden la voz ciudadana, echarán por la borda la posibilidad de reponer la credibilidad en dos órganos clave de la democracia. Si se frustra de nuevo la participación ciudadana y la élite política practica el juego de cuotas para arreglarse entre ellos y no entre ellos y la ciudadanía, ni la pena valía reformar esos órganos.
El resultado será el de antes: órganos sin legitimidad ni credibilidad, órganos al servicio de la élite política y no de la ciudadanía.
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Si las nuevas facultades y funciones del IFAI sugieren, aun con el costo derivado de la curva de aprendizaje, renovar por entero el pleno de los comisionados, el origen, la trayectoria y la conducta de los actuales comisionados Gerardo Laveaga, Sigrid Arzt y María Elena Pérez Jaén y la dinámica de conflicto desplegada por el comisionado Ángel Trinidad anulan, a todas luces, la posibilidad de verlos de nuevo en el Instituto.
Si a la mal pensada reestructura del Instituto Nacional Electoral se suma la designación de consejeros electorales a la entera satisfacción de los partidos, pero no de la ciudadanía, imposible resultará cuadrar el órgano electoral. Ya se sabe que, pese la nítida convocatoria para inscribirse como candidato a consejero y normar el procedimiento de selección, "la mesa central" -nuevo nombre del Pacto por México- ya resolvió repartir los asientos de este modo: cuatro para el PRI, cuatro para el PAN, tres para el PRD, incluyendo la presidencia del Consejo. Hasta los nombres ya escribieron.
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Si se estrechan todavía más los canales institucionales de participación ciudadana, si se monopoliza todavía más la política por parte de la clase dirigente, que no se espanten los dignos cuando los indignados resuelvan plantarse en las plazas.


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