La renuncia de Manuel Mondragón como titular de la Comisión Nacional de Seguridad debe leerse a la luz de la contradicción que ha existido y existirá siempre entre la visión civil y la militar para enfrentar la delincuencia.
Seguramente para un marino, como el contralmirante Manuel Mondragón y Kalb, las autodefensas de Michoacán no sólo deben ser desarmadas sino llevadas a juicio y puestas al margen de la lucha que hoy libran el Ejército y la policía en contra del crimen organizado.
Apenas en noviembre pasado, el entonces comisionado nacional de Seguridad dijo, en El Colegio de México, que en Michoacán la ciudadanía ha quedado en medio de dos columnas enfrentadas: entre Los Caballeros Templarios y las autodefensas; a las que llamó, por cierto, grupos de dudosa procedencia.
Mientras para un hombre con formación militar es inaceptable trabajar en colaboración con agrupaciones que operan al margen de la ley, para el gobierno federal es necesario utilizarlas y absorberlas con la intención de impedir que la guerra entre ellas y Los Templarios derive en un derramamiento de sangre.
La gran pregunta clave es: ¿cuál de las dos visiones es la correcta?
La parte militar tiene razón cuando afirma que el uso o fortalecimiento de lasautodefensas significa la disolución de la instituciones y el debilitamiento del Estado.
Es cierto que estas agrupaciones ciudadanas son consecuencia del vacío de autoridad que existió durante muchos años en Michoacán, pero también forman parte de una corriente mundial donde la sociedad toma en sus manos las leyes, impone sus decisiones y burla la autoridad.
¿Quién en realidad controla las autodefensas? Nadie. ¿Quiénes son? ¿A quién responden, a quién obedecen, ante quién rinden cuentas? La respuesta es: a nadie y ante nadie.
La experiencia reciente nos lo dice todo: son tan anárquicas que, en su lucha por el poder, por el protagonismo mediático, ya se convirtieron en enemigas de ellas mismas.
Al gobierno federal, también hay que entenderlo. Por primera vez desde hace doce años, el jefe del Ejecutivo atiende un claro mandato constitucional: el presidente de la república tiene la obligación de proteger la integridad de la población.
El gobierno de México se ha puesto en medio de dos fuegos para impedir que la guerra que libran desde hace meses las autodefensas contra Los Templarios desemboque en una carnicería.
Ambos bandos cuentan con armas suficientemente poderosas y sofisticadas para provocar una masacre. Cuando Mondragón dijo que desconfiaba de los guardias comunitarios se refería, entre otras cosas, a que cuentan con tanto dinero y armas como cualquier cártel.
Pero hay algo muy destacable que pocos o nadie han visto: Enrique Peña Nieto no cree en la sangre. No le gusta y no cree que sea necesaria para resolver la inseguridad.
De ahí que ha preferido maniobrar políticamente hasta donde se pueda con las autodefensas para tratar de recuperar la seguridad en Michoacán.
La renuncia de Mondragón obliga, sin embargo, a preguntar si no ha llegado la hora de hacer un replanteamiento de la estrategia que se sigue en esa entidad.
Tal vez ha llegado la hora de que el gobierno mexicano opere política y penalmente —si es necesario— para que las autodefensas sean disueltas o desempeñen otro papel.
Su existencia —y esto es lo más importante— está convirtiéndose en causa de una crisis institucional que el gobierno debe atajar para evitar ser arrastrado a un escenario donde el Estado se convierta en rehén del chantaje delincuencial.
Compartir la cama con la ilegalidad, dormir bajo las misma sábanas con el transgresor, siempre ha dado como resultado la procreación de criaturas monstruosas.
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