sábado, 29 de marzo de 2014

Beatriz Pagés - ¡Pss, pss! señores legisladores


La reforma en telecomunicaciones —de acuerdo con lo que se desprende del texto constitucional aprobado— fue pensada y redactada a partir de un concepto económico clave: incrementar la competitividad.
 
Está hecha para poner límite a los monopolios, a la concentración del espectro radioeléctrico en pocas manos, y a ofrecer, en consecuencia, servicios más baratos.
 
También se habla de “ampliar las libertades de expresión”, garantizar la pluralidad, la cobertura universal, mayor acceso a la información y obligar, por lo tanto, a los dueños de los medios a ofrecer contenidos de más calidad.
 
Estas últimas conquistas, aunque están presentes, no son parte del corazón de la iniciativa. Aparecen como elementos colaterales al eje central de la reforma. Es decir, a la competitividad económica.
 
 
 
 
 
 
 
Se entiende que hoy los medios de comunicación son considerados fundamentalmente como una industria y un negocio. Sin embargo, el impacto e influencia que tienen sobre la conciencia y la conducta de la sociedad tendría que obligar a los legisladores a darle un lugar privilegiado a la calidad de los contenidos.
 
Para empezar, senadores y diputados tendrán que definir con toda claridad en las leyes secundarias qué debe entenderse por calidad y libertad de expresión.
 
La competencia no genera, por sí sola o por sí misma, calidad, democracia o pluralidad.
 
Voy a un ejemplo burdo, si se quiere: en los supermercados existe una cantidad impresionante de frituras, y no por ello esos productos dejan de ser lo que son: chatarra.
 
Quienes pueden pagar un servicio satelital de televisión pueden tener acceso a 30 o 40 canales —entre nacionales y extranjeros—, y eso tampoco significa que se estén recibiendo buenos contenidos.
 
Hoy el espectro radioeléctrico está saturado por una serie de noticieros donde más que informar se vende la noticia para responder a la exigencia de un rating donde la verdad o la calidad de contenidos es lo que menos importa.
 
Por el contrario, con las leyes de la oferta y la demanda lo que interesa es elevar lo más posible los niveles de audiencia para recibir anunciantes. Y si para recibir anunciantes se tiene que recurrir al sensacionalismo o a la difamación, no importa. En la escala actual de valores lo primero es el éxito comercial.
 
En las leyes secundarias, los legisladores tendrán que dejar asentado lo que debe entenderse por una buena y una mala competencia en términos de calidad de contenidos. Y, sin duda, la definición tendría que estar relacionada con el tipo de sociedad que se quiere construir.
Un país alérgico a la esquizofrenia apostaría a que la reforma en telecomunicaciones y la reforma educativa cerraran la pinza.
 
Sería absurdo pretender construir un país diferente con medios de comunicación reproductores y multiplicadores de la ignorancia y la cultura del crimen —tal y como hoy sucede—, y un sistema educativo que se reformó para ofrecer calidad pedagógica a la población.
 
PAN y PRD acusan al Ejecutivo federal de haberle restado facultades al Instituto Federal de Telecomunicaciones en materia de regulación de contenidos y de haberlas trasladado a la Secretaría de Gobernación.
 
Lo cierto es que ha sido precisamente la ausencia del Estado mexicano en la materia lo que ha dado por resultado tener pantallas y micrófonos repletos de baraturas, donde las libertades se ejercen primitivamente y no existe el menor compromiso en la construcción del nuevo mexicano.
En la regulación de contenidos tiene que estar presente la industria de los medios, el gobierno y, sin duda, la más afectada: la sociedad. ¿Por qué no incorporar a la legislación un ombudsman que defienda al radioescucha y televidente de los excesos mediáticos?
 
Y es que la construcción de un mejor ciudadano, de una mejor sociedad, debería ser el espíritu central de la radiodifusión.
 
 
 

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