Hay políticos rígidos y los hay flexibles. La clasificación binaria puede parecer boba pero no deja de ser sugerente. Políticos disciplinados y tenaces por una parte; políticos maleables y adaptativos, por la otra. La disyuntiva de personalidades es planteada por Enrique Tierno Galván, al hablar de Adolfo Suárez. En sus Memorias, el legendario profesor y político socialista, recuerda sus primeros encuentros con el presidente del gobierno español para enfatizar que la habilidad es disposición a la mudanza.
Fue una sorpresa que el rey se inclinara por ese joven franquista para presidir el gobierno español en 1976. Para casi todos fue una decepción. Suárez había sido criado por la Falange, no era un hombre de luces, carecía de credenciales democráticas. Pero para Tierno, buen lector de Gracián, la decisión era audaz. La actitud dialogante del nuevo jefe del ejecutivo era el mejor vehículo para acceder a la democracia. Suárez no parecía un hombre de convicciones pero parecía especialmente dotado para el diálogo. Recordando el nombramiento de Suárez, Tierno Galván escribió: "Por lo que mis recuerdos alcanzan y, sobre todo, por lo que me decían, resultaba patente que Suárez era persona que descollaba por su capacidad de relacionar a las gentes entre sí, por su habilidad para eludir los ataques políticos y, a la vez, por su mucho y buen aguantar cuando el ataque no era eludible. A esto cabe añadir su capacidad para repetir, dándole forma distinta lo que oía o leía, de modo que la antigua o la presente forma tuviera carácter de acierto".
Tres talentos se registran de inmediato en esta estampa: el arte de vincular a la gente, la habilidad para deslizarse entre conflictos sin prenderse de ellos, tino de palabra. Éstas terminarían por ser vistas como las prendas esenciales para impulsar la paradigmática democratización española. Hoy parece que el camino es sencillo y que el desenlace es inevitablemente feliz. Abandonar una dictadura y fundar una democracia es algo que se ha hecho en muchos países con éxito y en paz en las últimas décadas. A fines de los setenta parecía una aventura riesgosa que podría provocar el retorno de la guerra civil. Imposible reconstruir ese capítulo sin considerar la confluencia de liderazgos responsables y dialogantes. No hay duda que uno de los personajes centrales -por no decir, el personaje central- fue Adolfo Suárez.
El politólogo español Juan J. Linz, agudo estudioso de las instituciones en el cambio político, ponderó la importancia del liderazgo en la democratización española. Sin esa concurrencia de dirigentes, la historia de España habría sido muy distinta. Suárez, en particular, ofreció un liderazgo propicio a la apertura. En primer lugar, entendió el desafío histórico y supo traducir ese reto en soluciones concretas. Supo trasmitir un sentido de dirección que permitía cohesionar los elementos más disímbolos de la política española. El primer presidente de la democracia, sigue Linz en su estudio sobre el liderazgo innovador, podía adaptarse a los cambios pero solía estar un paso adelante. Su disposición al diálogo conjuró el peligro de la polarización. Hombre de concordia, Suárez sabía dialogar y hacer, de la conversación, cemento de confianza. El bordado de la confianza no se limitaba al trato con las élites alrededor de una taza de café. El político supo acudir al público y comunicarse directamente con él. Suárez, en efecto, no solamente jugaba la política de salón; también aprendió a hacer (por lo menos durante un tiempo) política frente a la ciudadanía. Todo subordinado, desde luego, a un hondo sentido de responsabilidad histórica.
Antes de ocupar la presidencia del gobierno, Suárez definió la tarea del momento como una hazaña de la normalidad: "Vamos sencillamente (...) a quitarle dramatismo a nuestra política. Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal. Vamos a sentar las bases de un entendimiento duradero bajo el imperio de la ley". Elegante síntesis del proyecto democrático: dar a la política el lustre de lo ordinario; conquistar entendimiento dentro de la ley.
Fue político de una misión: la democracia. Concluida su obra, su carrera concluyó. Porque conocía los resortes de la dictadura supo usarlos para desbaratarla. Las intrigas de los partidos, la política del parlamento, la retórica de las campañas le resultó ajena. ¿Será esa la tragedia de los constructores? Ser aplastado por el régimen que levantan.
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