lunes, 26 de mayo de 2014

Jesús Silva-Herzog Márquez - Lo vital

Julia Carabias fue secuestrada durante dos días en la Selva Lacandona. Ella misma lo denunció con dignísima parquedad, rehusando convertirse, en tanto víctima, en centro de la atención pública. Lejos de ostentar la intimidación que sufrió para ganar notoriedad, partió de la experiencia personal para enfocarse en los peligros públicos. Lo que está en riesgo es la selva, santuario para miles de especies, regulador climático, albergue de la mayor diversidad biológica en México, un tesoro natural del planeta.

Carabias ha dedicado su vida profesional al cuidado del medio ambiente. Desde las oficinas de mayor responsabilidad, condujo la política ecológica del gobierno federal. Al término de su encargo, en lugar de brincar a otra silla política, regresó al campo -o más bien a la selva- para cuidar nuestro patrimonio natural. Su aportación ha sido múltiple. Investigación científica, asesoría productiva, divulgación. Sabe bien que cualquier política pública necesita anclarse en conocimientos sólidos sobre la salud de las especies; que la protección de la naturaleza requiere del involucramiento de las comunidades y el hallazgo de prácticas económicas no depredadoras.






Desde Natura, una asociación civil que vincula la investigación científica y la promoción de proyectos sustentables, se ha opuesto a las invasiones de las áreas protegidas, al saqueo de plantas y animales. No sorprende, pues, que tenga enemigos poderosos. Quienes pretenden explotar las zonas restringidas han emprendido una campaña de hostigamiento que llegó al extremo del secuestro.


El drama de la Selva es el de buena parte de México: ausencia de Estado por una parte, complicidad de Estado, por otra. Un poder público que no hace valer el interés general y el horizonte del largo plazo sobre los apetitos privados y el cálculo del beneficio inmediato. Un poder público que con facilidad se entrega a la ilegalidad. El caso de los defensores del medio ambiente es por ello similar al de los periodistas: las intimidaciones que sufren, las agresiones que han padecido no pueden echarse al costal genérico de la inseguridad mexicana. La mejor coartada de la ilegalidad es la trivialización del delito. Entre tanta violencia, el delito concreto es barullo. Si las agresiones a reporteros y a cuidadores del medio ambiente merecen atención especial no es por pedir privilegio para ellos, sino por representar una causa que los rebasa personalmente. Intimidar a un periodista es taparle los ojos a todo mundo; amedrentar a un cuidador de nuestro patrimonio natural es asfixiarnos a todos un poco.

Los invasores de las áreas protegidas quisieran liberarse del fastidio de los ecologistas. Negociar con el gobierno a punta de hechos consumados. Ofrecer prosperidad con la explotación económica de la selva para ganar la complicidad de los poderes públicos. Resulta claro, sin embargo, que tal explotación no es solamente ruinosa en términos ecológicos sino también un engaño. Las invasiones no son otra cosa que la prolongación del ciclo vicioso que enlaza depredación natural y pobreza. Las ocupaciones no mejoran la condición de las poblaciones indígenas. Las selvas se devastan y las comunidades siguen en la pobreza. El trasfondo del problema, ha advertido Julia Carabias, es la miseria. Sin acceso a buenos empleos, sin expectativas de alivio los indígenas de la zona son “carne de cañón de quienes persiguen intereses ilegales”. La tentación de la pequeña política es, por supuesto, olvidar el largo plazo y entregarse a la presión inmediata. “La solución a esta encrucijada, ha dicho José Sarukhán, no puede ser el expediente fácil (en el sentido de la peor de las soluciones políticas) de abrir la puerta -por cesiones territoriales- a la pérdida de todo lo que se ha avanzado en México en los esfuerzos de conservación de nuestros ecosistemas, que además de ser patrimonio de sus dueños, constituye el capital natural de los mexicanos -de esta y las futuras generaciones-”. (“¿Victorias pírricas?”, El universal, 16 de mayo)

El secuestro de Julia Carabias es grave. Lo es, sobre todo, porque pretende ser intimidación a una causa pública. El hostigamiento no solamente merece una respuesta gubernamental que dé garantías a los defensores del capital natural del México sino también una meditación colectiva sobre la importancia de nuestro patrimonio irremplazable. Envueltos en lo urgente, debatiéndonos entre los pormenores de las reformas “estructurales” olvidamos lo vital, lo literalmente vital.




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