El 5 de junio de 2013, los periódicos The Guardian y The Washington Post comenzaron a publicar los documentos de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) que les habían sido confiados por uno de sus antiguos empleados, el hoy célebre Edward Snowden. Unas semanas después, el incidente había provocado una avalancha diplomática al demostrarse que Estados Unidos había espiado a los dirigentes de sus principales aliados, como Francia, Gran Bretaña, España o México. Pero serían dos mujeres, la canciller alemana, Angela Merkel, y la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, quienes expresarían de manera más tajante su indignación.
Durante su intervención en la Asamblea General de Naciones Unidas, en septiembre pasado, Rousseff declaró: “Entrometerse de esta manera en los asuntos internos de otros países constituye una violación del derecho internacional y una afrenta a los principios que deben guiar las relaciones entre ellos, en especial entre naciones amigas”. Y añadió: “Como muchos latinoamericanos, yo he luchado contra el autoritarismo y la censura y no puedo sino defender [...] el derecho a la privacidad de los individuos y la soberanía de mi País”.
La celebración de NETmundial, el principal foro para la gobernanza planetaria de la Red, en São Paulo, los pasados 23 y 24 de abril, ofrecía la mejor oportunidad para que Rousseff y sus aliados pudiesen no sólo defender sus posiciones, sino contribuir a que Estados Unidos y sus corporaciones dejasen de ser los únicos actores relevantes en el manejo de la Red. Centrada en una doble estrategia de política interna y exterior, justo en una época en que su popularidad ha descendido de manera considerable, Rousseff aprovechó la ocasión para promulgar la Ley de Marco Civil, pomposamente anunciada como la “primera constitución de internet”, que incorpora un buen inventario de derechos de los usuarios y defiende una de las principales demandas de los activistas, la “neutralidad de la Red” que impide la discriminación geográfica o los accesos privilegiados por parte de las operadoras.
El desafío de Rousseff tuvo, desde el inicio, un revés: la imposibilidad de obligar a las grandes empresas de internet a tener servidores en Brasil, la única manera auténtica de blindar los datos de sus ciudadanos. (Una propuesta en todo caso muy cuestionada por numerosos sectores de la sociedad civil.) No obstante, las esperanzas desatadas por la nueva ley brasileña no lograron trasladarse a NETmundial, donde al final las grandes corporaciones mantuvieron el statu quo, en buena medida porque la propia Rousseff, una vez satisfecha su agenda interna, pareció inclinarse a las presiones de Washington.
En São Paulo, la estrategia estadounidense de “multiactores” -una idea aparentemente democrática que incorpora numerosas voces al debate, pero que coloca en el mismo nivel a las grandes corporaciones y a los estados- consiguió imponerse, dando lugar a un documento que, como tantas declaraciones internacionales, es más un catálogo de buenas intenciones que producto de una auténtica gobernanza internacional de internet al no tener un carácter vinculante. En ella no aparece más que una manida condena del espionaje y se pospone el debate en torno a la neutralidad de la Red. Por otro lado, tampoco se logró que ICANN, la agencia que concede los dominios de internet siempre conforme a los intereses de Estados Unidos, vaya a convertirse en un organismo planetario más transparente y abierto en su nueva encarnación como IANA.
Más allá de aspectos positivos, como la interacción de cientos de voces disidentes, en esta batalla los triunfadores volvieron a ser los mismos: Estados Unidos y los grandes proveedores de servicios, los cuales consiguieron mantener un internet unificado y “multiactoral”, pero, como denuncia Jean-Christophe Nothias, de The Global Journal, profundamente asimétrico, dominado por quienes siguen considerando que el control estadounidense de la Red es el menor de los males.
@jvolpi
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