En la extraordinaria crónica de lo que León Krauze encontró al visitar “La Gran Familia” veo una estampa que dice mucho. Tras el operativo policiaco que puso al hospicio en el centro de la atención nacional, una mujer regresa al albergue buscando a su hija. Sola, sin capacidad para cuidarla, la entregó hace años al DIF del Estado de México. La institución del Estado mexicano tampoco tuvo capacidad para cuidarla y la cedió a un establecimiento privado, en Zamora, Michoacán. Los encargados del DIF incluso le sugirieron a la madre que cediera la tutela de su niña para que pudiera enderezar el camino y que no la buscara hasta que cumpliera 18 años. Lo hizo entonces, cuando su hija había alcanzado la mayoría de edad, pero no le dieron ninguna información. No la pudo ver. No la ha vuelto a ver. Una madre en condición desesperada acude al Estado mexicano demandando ayuda en la crianza de su hija. El Estado mexicano se deshace de la niña de inmediato y se desentiende del cuidado solicitado.
“La Gran Familia” encierra una novela inverosímil. Un relato que tiene en el centro a un personaje complejo y fascinante; una historia que podría ser un fragmento representativo de nuestro tiempo. Tal vez, una descripción condensada de Michoacán en donde se cruzan la generosidad y la doblez moral, las transformaciones políticas y la corrupción social que ha generado una atmósfera criminal. Es también una reiteración del tema de México: el fracaso del Estado. Nuestra instancia común desatiende sus responsabilidades más elementales. Es incapaz de castigar delincuentes, de aplicar sus propias reglas, de cuidar a los más vulnerables y supervisar la gestión privada de la asistencia social.
En su hagiografía de “Mamá Rosa”, el escritor francés J.M.G. Le Clèzio describe la casa como una nación paralela: una república de niños. La jefa, poco menos que una santa: “La verdad es que Rosa Verduzco es y quedará como una de las figuras en el valle de Zamora rayando lo que llamamos santidad -con todo lo que eso comporta de excesivo y prodigioso-”. Le ofreció una familia a los miles que nunca la tuvieron: dio techo, comida, oficio. La santa obró milagros: niños destinados a la cárcel fueron convertidos, dice el Nobel, en artistas. La imagen política de Le Clèzio es interesante: el albergue como una ciudad paralela sujeta al mando implacable de su fundadora. Y es que, en efecto, lo que puede advertirse es que los muros de la casa delimitaban una entidad legalmente emancipada que recibía regalos de la sociedad y apoyos del Gobierno pero no aceptaba supervisión alguna. Un orden independiente y arbitrario libre de cualquier vigilancia externa.
Más que ausente o quebrado, el Estado parece aquí como un Estado abdicante. Las relaciones de la casa con el poder público fueron, al parecer, constantes y muy benéficas para “La Gran Familia”. La SEP pagaba los maestros de la casa, el IMSS enviaba médicos regularmente. Instituciones públicas como el DIF colaboraban cotidianamente con la casa. El trato era permanente pero las instituciones del Estado renunciaron a su responsabilidad de supervisar, de vigilar la conducción del albergue. Lejos de establecer reglas claras a la residencia que apoyaba, lejos de visitarla periódicamente para examinar las condiciones de vida de los niños, el Estado mexicano confió ciegamente en la piedad, en la devoción de una mujer a su misión moral. Nadie puede sorprenderse de los arcaicos métodos disciplinarios de la casa, de la ausencia de un saludable régimen alimenticio, de la carencia de una gestión razonable de un albergue al que el Estado mexicano apoyó durante décadas con chequera abierta y ojos cerrados. “La Gran Familia” no era una institución privada y profesional sino el fortín de un apostolado individual. Si la entrega de una mujer a los abandonados puede ser admirable, la subordinación de la política pública a la piedad de un individuo es inadmisible.
Querer el bien es la más hermética de las justificaciones. La intención, por auténtica y admirable que sea, no garantiza un desenlace socialmente benéfico. Más aún, la consagración de una vida a una causa suele ofuscar el juicio. Deslumbra, sobre todo, si no se reconocen límites, si no se rinde cuentas a nadie, si no se admiten reglas de fuera. Esa es la generosidad que alienta un Estado que abdica de sus responsabilidades esenciales: una filantropía salvaje.
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