La reforma energética le va a cambiar el rostro a México. No sabemos qué tanto ni a qué velocidad, pero la transformación del país será inevitable. Como inevitable era abrir las puertas a la inversión extranjera en esa materia.
¿Por qué y para qué?, dirá un Andrés Manuel López Obrador y el coro de seguidores que por miedo o comparsa lo acompaña. Porque el mundo, señores de la izquierda, ya es otro. Porque los equilibrios políticos del planeta en nada se parecen a los de la época de Lázaro Cárdenas. Ni siquiera se parecen a los de hace año y medio, cuando Enrique Peña Nieto llegó a la Presidencia.
Aunque el discurso del Ejecutivo federal siempre estuvo dirigido a convencer a los partidos y a la sociedad sobre los beneficios íntimos, domésticos, que tendría la aprobación de la reforma —precios más bajos en gas y electricidad, alimentos más baratos, creación de empleos y energía limpia—, lo cierto es que había también un trasfondo geopolítico.
En el editorial de la semana pasada me referí al tema. El liderazgo que está asumiendo Rusia junto con China en América Latina, especialmente en el terreno energético, obligaba a un país como México a no quedarse atrás, ni solo.
Vladimir Putin y Jin Ping se han propuesto contribuir a hacer realidad un viejo anhelo del Cono Sur: crear lo que los expresidentes de Argentina Néstor Kirchner y de Chile Ricardo Lagos llamaron el “anillo energético” que asegure el abastecimiento gasífero de Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay, Perú y Uruguay.
Cuando Putin visitó Brasil, hace apenas tres semanas, después de haber estado en Cuba, Nicaragua y Argentina, dijo que “creía en una América Latina integrada”. Lo que no dijo es que pretende contribuir al desarrollo y a la unidad latinoamericana a través de la construcción de mil 200 kilómetros de gasoductos cuyo costo aproximado es de 3 mil 500 millones de dólares.
A ello se agrega la riqueza petrolera que tiene Venezuela, que acaba de firmar con China 38 acuerdos de cooperación estratégica.
Peña Nieto entendió el peso de la geopolítica y decidió empujar la reforma energética a costa de su propio prestigio. No había de otra: o México se abría o el grueso de la inversión multinacional se iba hacia países como Perú, que, por cierto, es la nación con las más altas reservas de gas natural en la región.
El olor a gas se hace cada vez más intenso en el mundo; tanto que, junto con el petróleo, está definiendo la viabilidad del progreso económico. No crecerá de la misma manera un país con gas que otro que no lo tenga, y de acuerdo con estimaciones recientes, México cuenta con importantes yacimientos de gas shell, considerado como un “motor de cambio” por ser extraído a bajo costo.
La reforma energética tendrá un impacto cultural sobre el cual no se ha hablado. Los mexicanos comenzaremos a tener contacto directo con una gran diversidad de extranjeros. Desde hace 75 años, fecha en la que llegaron 30 mil refugiados españoles, el país no ha recibido una influencia tan directa de otra nación.
De aquí para adelante conviviremos con ciudadanos que hablan otras lenguas, profesan otras religiones y piensan de manera diferente. Esto beneficiará a un país que por siglos ha vivido ensimismado, creyendo —como lo cree una buena parte de la izquierda— que México no necesita de nadie porque es dueño de la verdad.
La reforma energética impondrá al país nuevos desafíos y nuevos escenarios; algunos buenos, algunos malos. Peña Nieto, sin embargo, hizo que el país se atreviera.
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