Ian Wood |
Todo es fiesta y diversión hasta que alguien mete la cabeza en una vasija sumeria de 3,600 años de antigüedad
Hermosa pieza. En excelente estado. Una de las dos únicas vasijas enteras de un conjunto de cerámicas de Larsa fechado en el reino de Rim-Sim I.
Francamente, no creía que mi cabeza fuera a
entrar.
Pero lo hizo, y ahora no puedo sacarla. Por si mi
amplio conocimiento del antiguo Oriente Próximo fuera poco, además tengo la casi
inexplicable capacidad de teclear sin mirar, de modo que, si así lo desean,
imagínenme sentado ante el ordenador con una vasija en la cabeza hecha poco más
o menos en la época en que los hititas inventaron las armas de hierro forjado.
O, por decirlo en términos más conocidos, la vasija en
que se halla encajada mi cabeza tenía 400 años cuando Troya fue
saqueada.
Naturalmente, es de un valor incalculable, lo que
significa que debo sacar la cabeza de ella sin romperla. O quizá haya que
cortarme la cabeza. Pero eso, ¿verdad?, no resolvería el problema de que haya
una cabeza dentro de la vasija. Y estoy seguro de que esta vieja arcilla seca se
empaparía de sangre.
De modo que habría una vasija empapada de sangre con
una cabeza en su interior, mientras que la que está en el British Museum
seguiría limpia y en perfecto estado en su vitrina sin manchas de sangre ni una
cabeza en su interior. Supongo que alguien podría cortarme la cabeza y después
meter la mano en la vasija y cortarla o golpearla hasta convertirla en una serie
de pedazos fácilmente extraíbles, pero aún así seguiríamos con el problema de la
sangre.
De modo que lo mejor para todos, creo, sería que nadie
me cortara la cabeza.
Lo que me da rabia es el aspecto físico de todo esto.
A fin de cuentas, he metido la cabeza. Debería poder sacarla, ¿no? Quizá cuando
la metí la humedad de mi aliento hinchó la arcilla lo suficiente para impedir la
extracción. Es arcilla cocida, de modo que debía ser utilizada para almacenar
líquidos. Pero después de casi cuatro milenios mi cabeza debía haberle
proporcionado suficiente humedad para cambiar su forma. También está la cuestión
del sudor de ginebra.
Normalmente, cuando bebo martinis, sudo. Esa es la
razón por la que nunca bebo en ocasiones formales. Pero en este caso se trataba
de una reunión informal, sólo unos cuantos colegas del departamento, y Putnam
tiene ese pequeño e ingenioso bar en la estantería que hay junto a su puesto en
el laboratorio. No me habría tomado los martinis de no ser por eso: no está bien
tomarse un martini en nada que no sea un vaso de martini, y él tiene dos ahí,
junto a un par de vasos bajos. Caleb y Johnston bebían whisky y gintónic,
respectivamente, lo que nos dejaba a Putnam y a mí con nuestras aceitunas y
nuestro enebro.
Todos se han ido a discutir y a resolver el asunto,
que es, después de todo, resultado de sus colegiales incitaciones. La vasija
lleva en el laboratorio casi un mes; fue embalada y enviada desde la excavación
de Marsten en cuanto este la desenterró, pero sólo fue limpiada y colocada en su
estante la semana pasada, más o menos. Ahí, lejos de codos descontrolados y
estudiantes de la carrera, algunas partes de su brillo parpadeaban
seductoramente bajo los fluorescentes. Una intermitente capa de cristal, plomo,
salitre y cal: quedaba lo suficiente para atrapar al ojo moderno con su
refulgir. Parecía una pregunta perfectamente razonable, incluso después de dos
martinis: “¿Crees que podría meter la cabeza en esa
vasija?”
En realidad, fue Putnam. “Mira –dijo–, estoy seguro de
que nadie ha metido su cabeza en esa vasija.” Ya me había arrebatado el vaso y
servido otro. “Casi 4.000 años y nadie ha metido nunca la cabeza en esa vasija.”
Putnam siempre ha sido un poco descarado, con su bar secreto y sus premeditadas
tergiversaciones de la práctica hepatoscópica
akkadiana.
Cuando ya me había comido la tercera aceituna estaba
dispuesto a intentarlo. Y ahora aquí estoy, con la nariz apretada contra el
árido olor de la tierra cocida y la
historia.
La historia huele como las lentejas
viejas.
Oigo ruido a mi espalda. La puerta, creo. Supongo que
a los demás se les ha ocurrido algo. Loción, quizás, o tal vez alguna otra clase
de lubricante. Pienso que, sentado así, la mayor parte de la sangre caería fuera
de la vasija. Oigo un zumbido. Creo que es la pequeña sierra eléctrica que
Johnston utiliza para cortar los clavos más resistentes de los embalajes, lo que
significa que se les ha ocurrido la forma de sacar mi cabeza
después.
Son tipos listos. Lo son. De los mejores en la
especialidad.
Leído en
http://letraslibres.com/revista/convivio/todo-es-fiesta-y-diversion-hasta-que-alguien-mete-la-cabeza-en-una-vasija-sumeria-0
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