lunes, 18 de agosto de 2014

Jesús Silva-Herzog Márquez - El sometimiento

Resulta imposible cerrar los ojos, ignorar lo que se ha visto en la pantalla. Los videos que hemos observado recientemente retratan la rendición de la sociedad mexicana, el sometimiento de su política, la pleitesía de sus autoridades, la naturalización de lo aberrante.

Una mujer que gobierna un municipio michoacano se entrevista con un representante del crimen organizado. Desbaratada emocionalmente, implora comprensión. Un familiar ha sido asesinado recientemente. El crimen le extraña porque ha cumplido puntualmente su acuerdo con los delincuentes. “No he faltado,” le dice. “Yo me sentía segura con ustedes pero algo falló. Si yo fallé, díganmelo.” La voz se corta mientras las manos de quien representa a la Empresa, la consuelan. La presidenta municipal reitera que se siente segura con ellos.








Ha recibido protección y expresa gratitud por el trato. Por eso no entiende lo que pasó y pide una explicación. La Empresa trasmite su pesar por la desgracia y le manifiesta su apoyo para continuar su carrera política y convertirla en diputada. “Tiene usted un buen corazón,” le dice el emisario del crimen. La entrevista tiene otro propósito: extraer de la funcionaria la pista para detectar al culpable e imponer la sanción. Criminales que consuelan a políticos lastimados por el delito y se ofrecen a reparar el daño.


Segunda película imborrable. Los familiares de un hombre recientemente fallecido comparecen ante el jefe principal de la mafia michoacana. El capo conoce el caso, ha hablado previamente con los herederos, sabe los nombres de algunos y ha sido enterado del patrimonio que ha quedado sin dueño. El video registra, como en acta notarial, los compromisos que cada uno asume. Tal propiedad para el hermano, tanto dinero para la hermana, tales inmuebles para la viuda. Cada uno de los involucrados da su palabra frente al capo y su camarógrafo. En lugar de gastos notariales, en lugar de impuestos, los herederos ofrecen una cantidad a la Empresa. Criminales que ofician como fedatarios, que cobran impuestos como el fisco, que se fungen como mediadores y garantes de la tranquilidad pública.

Quizá lo más grave de todo es que ambas secuencias desaparecieron de inmediato de la atención pública. Aparecieron en algún medio y pronto se olvidaron. Más atención ha capturado la fiesta y la compañía de los diputados panistas. Alguna ocurrencia, el escándalo del día siguiente, el pleito de siempre recibió las notas, los reportajes y los comentarios que llenan cotidianamente nuestras planas. No habíamos visto testimonio tan claro de la sumisión del poder. No habíamos encontrado reflejo más elocuente de la penetración social del crimen que este par de videos al que habría que agregar el que capta la cordialidad entre el hijo del gobernador del Estado y el hombre más temido del país. El crimen organizado doblegando al poder y usurpando sus funciones. El crimen convertido en el interventor que fiscaliza las transacciones sociales; la institución que ofrece certidumbre colectiva.

Tiene razón Sergio González Rodriguez al advertir en Campo de guerra, el ensayo que recibió el Premio Anagrama, que el crimen organizado y la lucha contra el crimen organizado han trastocado todas las esferas de la convivencia nacional. El territorio mismo de México se ha alterado: sobre el mapa oficial del federalismo se dibujan las áreas de influencia de los cárteles y las rutas de distribución de las sustancias ilegales. Para muchos mexicanos es más importante conocer quién domina “la plaza” que saber quién es el presidente municipal. El manto tradicional de familia, trabajo, estudio, vecindario, se ha roto, dice González Rodríguez. El Estado niega cotidianamente su función: no afirma supremacía ni logra limitar su propia fuerza: impotente frente al crimen; arbitrario frente a todos. El apuro de nuestra política parece seguir siendo el reformar la Constitución, producir y producir leyes, rebautizar instituciones, amenazar a los delincuentes con castigos cada vez más severos--no instaurar legalidad y aplicar los castigos.
Nuestra productiva ilegalidad corroe mucho más que los fierros de las instituciones estatales. La tela misma de la convivencia se carcome. Al intimidar y someter al poder público nos tiraniza a todos. Al mediar entre familias, al interceder en las transacciones personales, envenena nuestros vínculos más íntimos.




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