domingo, 17 de agosto de 2014

Jorge Volpi - Aires escoceses

Tras un accidentado periplo desde que zarparon del puerto de Leith, en el este de Escocia -a fin de no ser avistados por sus vecinos del sur-, las cinco naves al mando del capitán Thomas Drummond por fin recalaron en la desembocadura del río Darién el 2 de noviembre de 1698, en la zona más tórrida de Panamá, a fin de instalar la primera colonia escocesa en territorio americano, a la que bautizarían como Caledonia. Temiendo un ataque de los españoles de la Nueva Granada, Drummond ordenó construir un fuerte que resguardase la bahía, erigido bajo la invocación de San Andrés, y en torno al cual habría de establecerse la capital, Nueva Edimburgo.

Puesta en marcha por el financiero William Paterson bajo el ejemplo de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, la Compañía de Escocia a duras penas había conseguido el apoyo del Parlamento, mientras que el rey Guillermo II -a la sazón también soberano de Inglaterra- había decidido no involucrarse para evitar un conflicto con España. No obstante, en medio de la crisis que azotaba al País desde hacía décadas, Paterson despertó la codicia de sus pares, quienes no dudaron en aportar 400 mil libras esterlinas (unos 60 millones de dólares actuales) con la idea de controlar el jugoso tránsito de mercancías entre el Atlántico y el Pacífico -el mismo principio que, al cabo de dos siglos, impulsaría a Estados Unidos a apoyar la independencia de Panamá-.
 
 
 
 
 
 
 
 

Desprovistos de agua y pertrechos, y diezmados por la malaria, 300 colonos escoceses (de los mil 200 que habían llegado) se vieron obligados a abandonar la bahía de Caledonia en julio de 1699 sin saber que una segunda expedición había partido de Leith con otros mil hombres. Cuando éstos arribaron a Panamá en noviembre, Nueva Edimburgo se hallaba en ruinas, devorada por la selva. Tras reconstruir el fuerte de San Andrés, los escoceses fueron atacados por las tropas españolas, que a la postre consiguieron su rendición incondicional a principios de 1700.
El “esquema del Darién” tendría profundas repercusiones: aunque Escocia e Inglaterra compartían monarca desde que Jaime IV heredara el trono de su prima Isabel I en 1603, las dos naciones conservaban sus propias instituciones políticas. Humillados y en quiebra a raíz del desastre de Panamá, a los escoceses no les quedó más remedio que aceptar los términos impuestos por los ingleses para incorporarse al Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda conforme a la ley de unión de 1706.
Desde entonces, y hasta que en 1999 fue reinstalado un Parlamento local con poderes limitados, Escocia fue gobernada directamente desde Londres. Las reivindicaciones nacionalistas, sin embargo, nunca cesaron, amparadas en la poderosa cultura del País -en especial su legendaria tradición musical y literaria de raíces gaélicas- y, cuando en 2011 el Partido Nacional Escocés de Alex Salmond se hizo con la mayoría del Parlamento, éste no dudó en exigir una consulta sobre la independencia. Tras una tensa negociación, el Gobierno conservador británico de David Cameron aprobó la celebración de un referéndum el próximo 18 de septiembre.
En estos días de húmedo Verano, en Edimburgo y Glasgow no parece hablarse de otra cosa: mientras que quienes optan por el sí a la independencia no se cansan de exhibir el déficit democrático ante la baja representación escocesa en el Parlamento de Buckingham y de referirse a la riqueza petrolera del mar del Norte que podría beneficiarlos, los partidarios del no señalan los desequilibrios económicos de la región, su dependencia de la Unión Europea y el aislamiento que sufriría un País formado por poco más de cinco millones de habitantes.
Si bien las encuestas muestran un rápido crecimiento del sí, éste parece haberse estancado en torno al 40% de los votos. Aun así, más allá del resultado, el referéndum se presenta como un avance mayúsculo en el seno de la Unión Europea. El destino de otras regiones, de Cataluña al País Vasco y de Córcega a la Padania parecería depender de lo que ocurra en esta lluviosa zona del norte de Europa. Aunque es muy probable que los escoceses prefieran quedarse en el Reino Unido -con competencias ampliadas-, otros países podrían aprender mucho de la experiencia. Mientras en España el Gobierno de Mariano Rajoy se ha negado de plano a una consulta en Cataluña, la apertura de Londres muestra que quizá la mejor forma de contener el nacionalismo sea permitiendo que los ciudadanos discutan y decidan libremente su futuro.


@jvolpi
 
 
 
 
 

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