sábado, 20 de septiembre de 2014

Beatriz Pagés - Y después de Cananea, ¿qué?

La página web de Grupo México, dueño de un imperio minero que opera lo mismo en México que en Perú y al que pertenece la compañía Mexicana de Cananea —responsable de contaminar con 40 mil metros cúbicos de sulfato de cobre los ríos Sonora y Bacanuchi, en Sonora— se presenta como una empresa “comprometida con un mundo mejor”.
 
Su imagen corporativa nada tiene que ver con las inhumanas condiciones en las que trabajan los mineros. En su espacio virtual pululan las imágenes ecológicas, campos verdes donde corren y juegan los hijos de los trabajadores y donde la compañía dice estar comprometida con el desarrollo sostenible, frase que define como “satisfacer las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones.”
 
El problema es que Mexicana de Cananea —al igual que otras subsidiarias de Grupo México— no satisface las necesidades de la comunidad y sí las condena a morir por explotación, bajos salarios, violación de sus derechos humanos y laborales y, ahora también, por envenenamiento del agua y el medio ambiente.
 
 
 
 
 
 
 
 
Es decir, estamos ante una historia de simulación donde existen, por un lado, ganancias económicas exorbitantes —4.4 millones de dólares diarios nada más en Buenavista del Cobre, Cananea—, y por el otro, un trato vejatorio al trabajador que sólo puede recordar la esclavitud.
 
El Grupo México se ha convertido en un símbolo de injusticia e impunidad. La explosión de la mina Pasta de Conchos el 19 de febrero de 2006 sepultó a 65 mineros y dejó al descubierto una de las páginas más negras de mezquindad y violación a los derechos humanos.
 
Tal vez las condiciones laborales en las que trabajan los mineros en Pasta de Conchos y en las que operan los de la Mina de Cananea no puedan —de acuerdo con el Estatuto de Roma— ser definidos como crímenes de lesa humanidad, pero sí como un grave ataque a la integridad y dignidad hacia uno los sectores laborales —el minero— más vulnerables.
 
Las condiciones, hoy, del minero mexicano en nada se diferencian de la dura realidad en la que vivía el excavador de minas en el siglo XIX, descrita magistralmente por Emile Zolá en su novela Germinal y en donde llama “hocicos blancos” a los rostros y cuerpos negros y esqueléticos que salían de las minas de carbón.
 
El flashback es inevitable y también la comparación. Mientras a la explosión en la mina de carbón Pasta de Conchos, en Nueva Rosita, Coahuila, le siguió el desprecio, el fastidio y el abandono del entonces presidente de la república, Vicente Fox, hacia las víctimas y sus familiares, en Chile, cuatro años después, el mundo era testigo de cómo presidente y empresarios de la región llegaban a tratar de salvar a 33 mineros que se habían quedado atrapados a 720 metros al derrumbarse la mina de San José.
 
El rescate de la mina de San José es considerado no sólo como uno de los más exitosos a escala mundial sino como una muestra de cooperación y solidaridad humana. Mientras en Chile el presidente de la república y los dueños de la mina, más otros empresarios, financiaron e hicieron todo para salvar vidas, aquí en México, el jefe del Ejecutivo y Grupo México asumieron con una indiferencia brutal que Pasta de Conchos fuera la tumba de 65 mineros.
 
Curiosamente la historia se repite. El Grupo México vuelve a encontrar en un político panista, como el gobernador de Sonora, Guillermo Padrés, un refugio para tratar de salir impune de una de las catástrofes ecológicas más graves de todos los tiempos.
 
La sanción a la empresa debería ser ejemplar, y no sólo por lo que ha hecho o dejado de hacer, sino por lo que no deben venir a cometer otros consorcios, ahora que el país ha abierto de par en par sus puertas a la inversión extranjera.
 
 
 
 
 
 
 

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