Hay tres novedades importantes en el gobierno de Enrique Peña Nieto. Son su orgullo pero dejan entrever, al mismo tiempo, su reto central; muestran su capacidad de distanciarse del pasado inmediato, afirman un claro perfil de capacidad política pero también sus rasgos más inquietantes. En menos de dos años, el gobierno ha logrado tres cosas: entenderse con el Congreso para producir reformas relevantes, contar un buen cuento de sí mismo y producir un emblema de su visión. Triángulo notable: las reformas que fincan un prestigio de eficacia; la narración que explica su sentido y el símbolo que lo hace visible.
Empecemos con las reformas. Peña Nieto supo mover al Congreso. Formó las coaliciones necesarias para transformar lo que parecía intocable. Forjó una llave que (por torpeza del Ejecutivo o cerrazón de las oposiciones) se le negó a Zedillo (en su segunda tramo), a Fox y a Calderón. Imposible negar el mérito de tejer con discreción y paciencia los acuerdos-sí, palaciegos-que hicieron posibles tan importantes reformas normativas. El gobierno estuvo dispuesto a aceptar la coautoría de sus reformas; no acudió a la negociación con textos cerrados ni ha renegado de la aportación de sus interlocutores. Y lo que logró es, sin duda, notable. Para empezar, un nueva plataforma para la educación, las telecomunicaciones y la energía. Eficacia es la palabra que se repite una y otra vez: conseguir lo propuesto.
En la aclamación de la eficacia hay, sin embargo, un curioso entendimiento de la política: una fe en la norma que no deja de ser llamativa. Como si cambiar las leyes fuera cambiar las cosas; como si el estreno de la plataforma constitucional o legal implicara, en sí misma la obtención del resultado. Poner las reformas “en acción”, como repite tercamente el presidente no es sacar la paleta de la bolsa y empezar a saborearla. Algo sabemos ya del abismo que separa la ley de la realidad. El diseño del cambio recibe naturalmente críticas de los enterados pero, independientemente de la calidad de las reformas, el asunto crucial es su realización-no su concepción. Por supuesto que el trazo importa pero, aún imaginando que los cambios jurídicos hubieran sido perfectos, queda tiempo para que transformen realidad. Lo que viene es seguramente más complejo que lo que pasó. No ha tenido el Estado mexicano un reto institucional tan complejo como el que la reforma energética le pone enfrente. El desenlace de esta reforma está lejos de ser claro. Pongamos el elogio a la eficacia en el sitio que ahora le corresponde: eficacia legislativa.
Las reformas le han dado voz a un gobierno no muy dado a las palabras. El cumplimiento puntual de su agenda, le ha permitido proyectar un discurso coherente que enlaza la crítica al pasado inmediato, la defensa de lo conseguido y un sentido de rumbo que anhela convocar al respaldo y contagiar optimismo. Es un cuento persuasivo, tiene pistas de conexión con nuestra experiencia reciente, captura el agotamiento del desánimo, traza una dirección deseable. El problema es que lo que oculta ese cuento es demasiado importante. ¿Puede expulsarse de la narración del presente el infierno de violencia que siguen padeciendo miles de mexicanos?, ¿Es persuasivo el triunfalismo del cambio que no arraiga en sensación de movimiento? ¿Es creíble que México se mueve si la economía sigue con prisa de tortuga? Quienes escuchan el cuento del gobierno pedirán, con impaciencia, demostraciones.
Un símbolo completa el triángulo: la mayor obra pública de una generación. El nuevo aeropuerto es la coronación perfecta de ese empeño de modernidad. Es una obra extraordinaria por su concepción, su dimensión, sus efectos, su visibilidad. Entusiasma que el Norman Foster sea la cabeza arquitectónica de este formidable proyecto. El problema que advierto no esté en el dibujo y las maqueta sino (otra vez) en su realización. Bajo el ecosistema de la corrupción, toda obra pública es, por definición, sospechosa. No es que tengamos el derecho a ser suspicaces, es que es nuestro deber. El recelo, por supuesto, no se refiere solamente al aeropuerto, sino a aquello que es consecuencia directa del fervor reformista: la avalancha de concesiones, contratos, concursos y obras que estarán por realizarse. Cuando un gobierno como el de Peña Nieto trivializa el problema de la corrupción y lo sigue considerando parte de nuestros hábitos culturales, hay buenos motivos para estar preocupados.
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