La historia de una ambición ha llegado a su fin. Tras dejar en
evidencia durante casi 40 días a las fuerzas de seguridad mexicanas, el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y su esposa, María de los Ángeles Pineda, considerados los autores intelectuales de la desaparición de los 43 estudiantes
de magisterio, fueron capturados en una oscura madriguera del
laberíntico Distrito Federal. En su detención, meticulosamente diseñada
por la cúpula policial, no hubo tiros ni gritos. La pareja que durante
dos años, bajo la sombra del narco, impuso un reino del terror en
Iguala, el matrimonio cuya sed de poder desembocó en una vorágine de
violencia sin apenas parangón en México, fue apresada de madrugada
mientras dormían mansamente en una anodina casa de alquiler del distrito
de Iztapalapa.
Su caída arroja una primera luz en el largo y terrorífico túnel en
que se ha convertido el caso Iguala. De sus declaraciones, los
investigadores esperan obtener pistas que permitan dar con el paradero
de los estudiantes. Un objetivo que se ha convertido en un clamor
nacional y que, cada día que pasa sin resultados, ahonda la crisis
política abierta por la desaparición de los normalistas el pasado 26 de
septiembre. Las autoridades, con la detención, se quitan además la
espina de incompetencia que tenían clavada desde que, a los tres días de
los hechos, la pareja, responsable directa de la feroz represión
policial que acabó con la vida de seis personas y el secuestro de 43, se
dio a la fuga tras pedir tranquilamente una baja municipal. La imagen
del alcalde declarando que, en la noche en que Iguala fue presa de la barbarie,
él no se había enterado de nada porque había estado de baile y cena con
su esposa, se había vuelto un símbolo de la impunidad que corroe
México.
En poder de los Abarca se ocultan muchas claves de este enigmático
caso. La principal es su vinculación con el narco. Las declaraciones del
detenido líder del cartel de Guerreros Unidos,
Sidronio Casarrubias Salgado, sitúan a ambos en la cúpula local de la
organización. La pareja, apoyada por este poder oscuro, había
protagonizado un fulgurante ascenso social. En pocos años pasaron de
vender sandalias y sombreros de paja a dirigir un pequeño imperio
inmobiliario en Iguala. Desde esta atalaya dieron el salto a la
política. Apoyado por el factótum local del PRD, Abarca se hizo en 2012,
sin experiencia política alguna, con la alcaldía de la tercera ciudad
del Estado de Guerrero, el más violento y pobre de México. Como regidor,
puso el control de la Policía Municipal en manos del cartel de
Guerreros Unidos, que directamente elegía a los agentes.
Durante su
mandato, las tropelías y abusos se dispararon. Hombre de carácter
despótico, Abarca fue acusado de eliminar personalmente a sus rivales
políticos. Así ocurrió con el ingeniero Arturo Hernández Cardona, líder
de Unidad Popular, un movimiento de defensa de los derechos de los
campesinos. Hernández Cardona, tras una agria disputa con el alcalde,
fue torturado y asesinado junto a otros dos dirigentes de su
organización. Un superviviente declaró que fue el propio Abarca quien le
mató de dos tiros. Uno en la cara y otro en el pecho. La acusación cayó
en el cajón del olvido.
En este entramado, la esposa ocupaba un papel central. Hija de una
operaria del capo Arturo Beltrán Leyva, el llamado Jefe de Jefes, y
hermana de los dos narcos que crearon el embrión de Guerreros Unidos
antes de morir asesinados por una supuesta traición, Pineda Villa
manejaba los hilos financieros del cartel en Iguala. Mujer de carácter
fuerte, su ambición había crecido en los últimos tiempos y ya tenía
planeado presentarse a la alcaldía en las elecciones de 2015. Para ello
había lograda ser nombrada consejera estatal del PRD (izquierda) y
ocupado la dirección de un organismo municipal de asistencia social. El
día de las desapariciones había organizado en el zócalo de Iguala el
acto que debía servirle de pistoletazo de salida en su carrera
electoral. Fue entonces cuando los normalistas,
procedentes de su escuela en Ayotzinapa, llegaron a la ciudad.
Su
entrada fue avistada por los halcones del narco. La policía alertó al
alcalde y su esposa. Estos, temerosos de que fuesen a reventar el acto,
exigieron impedirlo a toda costa. La orden dio paso a la barbarie. Los
estudiantes fueron tratados como sicarios rivales. Apoyados por agentes
de la vecina localidad de Cocula, también controlada por el narco, la
policía municipal desató una feroz persecución. A tiros mataron a dos
estudiantes, a un tercero lo desollaron vivo y le arrancaron los ojos. A
otras tres personas las asesinaron, tras disparar 400 balazos, al
confundirlas con normalistas. Decenas de estudiantes fueron conducidos a
la comandancia policial, y en un plan diseñado para borrar las huellas,
fueron entregadas a los agentes de Cocula que, a su vez, los pusieron
en manos de los liquidadores del narco. El propio jefe de los sicarios
informó a líder de Guerreros Unidos de la captura. En sus mensajes,
identificó a los jóvenes como integrantes del cartel rival de Los Rojos.
Casarrubias dio orden de “defender el territorio”.
Los estudiantes, en una noche sin apenas luna, fueron llevados en
camionetas de ganado a los cerros. En este punto se pierde su pista. Los
indicios apuntan a que fueron exterminados. Pero las identificaciones
de los cuerpos hallados en las fosas no han permitido corroborar esta
hipótesis. La detención de los Abarca puede arrojar luz sobre las
tinieblas. En su mano está que el caso que ha convulsionado a México
llegue en los próximos días a su fin.
Leído en http://internacional.elpais.com/internacional/2014/11/04/actualidad/1415100270_134244.html
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