¿Que renuncie Peña Nieto? Hombre, claro, y de paso solucionamos lo del
Iguala con una cadena de oración, arreglamos lo de Chiapas en 15 minutos
y perdemos 10 kilos en una semana tomando baba de nopal en ayunas, entre
las cosas que uno no puede tomar en serio. Porque Peña Nieto no es la
causa de los problemas de México —que su gobierno contribuya por acción
u omisión a agravar esos problemas es otro asunto, y otro debate—, ni su
salida por sí misma los va a solucionar, aunque sospecho que apuntar esa
obviedad en la presente coyuntura da igual: la mayoría de quienes lo
piden hablan desde agendas políticas personales; que se hunda México, ya
lo rescataremos etcétera, etcétera.
Porque pedir la salida del Presidente que regresó el PRI a Los Pinos
sonará muy lucidor, pero no es ni remotamente un intento de solucionar
la crisis que vive México, sino apenas un modo barato y fácil de ganar
aplausos, de sembrar tempestades para cosechar prebendas y, sobre todo,
de evitar meterse de lleno en el feo asunto de las responsabilidades
compartidas al grito de ponerle la cola al burro. La realidad es que
antes de llegar hasta la silla hay muchos peldaños por trapear, que
nuestros problemas no comienzan hoy en Iguala, ni comenzaron ayer en
Tamaulipas, sino que se gestan desde muchas décadas antes de que los
muertos del crimen organizado fueran arrojados frente a nuestras
históricamente insensibles narices: esos montones de cadáveres impunes
son posibles gracias a los usos y costumbres de ciudadanos forjados en
los dogmas de la vieja dictadura, prestos a la menor señal a defender
los intereses del líder —o a retarlos, como ahora, porque la supuesta
oposición en México se inserta en la misma mecánica perversa, sin
mayores aportes— con golpes, consignas y matracas, pero huérfanos de
argumentos.
La dictadura vino y se supone que se fue, pero esa óptica autoritaria,
montonera y de corto plazo no parece haber cambiado un ápice; frente a
los 43 desaparecidos de Iguala y otros recientes hitos del horror
patrio, no aparecen en el tintero ni remotamente sus causales o
facilitadores, como son la falta de una sociedad civil crítica, la
ausencia de instituciones y personajes que moldeen algo parecido a un
proyecto de Nación, la incomprensión a todos los niveles de la
democracia participativa más allá de las urnas, la desintegración de
nuestra educación pública, la corrupción e impunidad redondas, el
imperio de la mediocridad y los mecanismos que favorecen la desigualdad
—incluidos los asistencialismos electoreros—, conducentes todos al
deterioro de la calidad de vida y de cualquier expectativa de prosperidad.
Dependiendo de qué lado del espectro político se esté, se habla hoy de
la imperiosa necesidad de un acuerdo nacional de seguridad —como si no
hubiéramos pasado ya por una y mil depuraciones policiacas e
innumerables /blindajes/ para los fondos de partidos y campañas, entre
otros— o de la urgencia de remover a Peña Nieto. Porque en tiempos de
crisis, antes que otra cosa, en México se piensa en la caída del
alcalde, del gobernador o del presidente. Nada de esto solucionará
mientras los mecanismos madre de nuestro fallido sistema nacional sigan
allí, pero la catarsis resultante nos permitirá continuar, como si nada,
hasta la siguiente masacre. Y eso siempre será más fácil que intentar
vivir sujetos, sin excepción, desde el humilde estudiante rural hasta el
Presidente de la República, a los rigores del estado de derecho. **
Fuente: http://www.milenio.com/firmas/roberta_garza/gran-simulacion_18_403339664.html
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