martes, 20 de enero de 2015

Denise Maerker - La corrupción del sistema político


los escándalos recientes de corrupción y conflictos de interés, por su magnitud y por el golpe a la credibilidad de todo el sistema, parecía que orillarían a la clase política a hacer cambios. Pero no ha ocurrido así. No votaron en diciembre el sistema nacional anticorrupción diseñado por especialistas y presentado por el PAN, y tampoco hicieron públicas sus declaraciones patrimoniales. Al contrario, todos dan la impresión de querer olvidar lo ocurrido y regresar a lo de siempre. Ni siquiera cuando el Gobierno del DF se quiso colgar del tema para diferenciarse del de Peña Nieto presentando sus declaraciones patrimoniales, lo lograron. Y es que salieron con unos documentos tan incompletos e insuficientes que lo único que lograron es hacernos entender que las resistencias en transparencia son de la clase política toda, sin excepciones.

Es un hecho que no quieren o no pueden transparentar la relación entre política y dinero. ¿Por qué no? ¿Qué pasó en la política mexicana entre fines de los años 90 cuando el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas hacía públicas las declaraciones patrimoniales de su gabinete o cuando el PAN escandalizado por las cantidades que les entregaba el joven IFE iba a devolver dinero? ¿Y ahora?







Lo que sabemos es que hoy para ganar una elección se necesita mucho más dinero del que marcan como límite las leyes electorales. Y que ese dinero tiene que salir de alguna parte. En algunos casos se trata de dinero sucio: narcotráfico, casinos y otras fuentes ilícitas. Pero las más de las veces sale del dinero público. Es decir, es dinero desviado de los presupuestos locales o federales, de lo que reciben los grupos parlamentarios, de obras infladas, de compras ficticias.

Se invierte (mucho dinero) para llegar al poder y una vez ahí se aprovecha la laxitud de las reglas y la falta de controles efectivos sobre el gasto para desviarlo e invertirlo en otra elección o para “apoyar” a su partido o camarilla en otras precampañas o campañas. Tenemos el ejemplo extremo de los ríos de dinero en las precampañas perredistas para delegados en 2003, ahí acabó parte del dinero que Carlos Ahumada le dio a Bejarano.

Alcanza para todo: para mantenerse en el poder, para ganar elecciones, apoyar amigos, construir tribus y hacerse rico.

Este sistema funciona porque no se ha logrado fiscalizar las campañas, pero sobre todo porque no se han puesto suficientes controles y candados en el uso del dinero público en estados y municipios. Las pruebas están a la vista, sólo hay que revisar cómo han aumentado los recursos que manejan los estados, sus niveles de endeudamiento y la falta de transparencia de su gasto. O ver el aumento del presupuesto a todos los congresos. Sólo cuando se logre cerrar esa llave, y ojalá sea muy pronto, se volverá imposible seguir reproduciendo este oneroso sistema de competencia política.

Pero los políticos no lo ven así. Y no es sólo porque todos sean corruptos o que esto sea un problema de avidez. Sin duda hay muchos que han visto en la política así practicada un negocio muy redituable y se han enriquecido escandalosamente, pero otros simplemente juegan con las reglas. En cualquier caso, todos minimizan los efectos devastadores y no parecen dispuestos a cambiar. La opacidad les da márgenes de discrecionalidad y libertades a las que no quieren renunciar.

Se incomodan cuando se les hace ver que cada peso gastado en esa loca carrera en la que han convertido las campañas se traduce en un niño que no recibió atención médica, o una mujer que no pudo ser trasladada a tiempo a un hospital o en una escuela sin agua, pero nada más. En la próxima campaña cuando teman que su adversario les lleva ventaja, cuando una encuesta los muestre abajo, recurrirán a todo a su alcance, así sea el dinero del Seguro Popular.

Por eso para cambiar esta vez no se necesita un partido, o un líder político carismático, sino una sociedad organizada, empecinada y exigente.


Leído en http://www.eluniversalmas.com.mx/columnas/2015/01/110711.php




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