jueves, 21 de julio de 2016

Raymundo Riva Palacio - La colina de Peña Nieto

Las redes sociales se inundaron este miércoles de felicitaciones para el Presidente Enrique Peña Nieto por sus 50 años de vida. En la víspera le regalaron un pastel y en su día exacto fue felicitado por tantos como se cruzaron con él. Que lo disfrute porque le quedan dos cumpleaños más a lo máximo, donde esta apoteosis dejará de ser sincera. Los políticos no saben cuántos amigos artificiales tienen hasta que dejan de ser poderosos. Los presidentes viven situaciones más crueles, porque el final de su existencia pública, los excesos y los privilegios, caducan cada seis años sin posibilidades de reinvención. Por eso, en el otoño de los presidentes, como con la edad, hay que saber envejecer.

Peña Nieto debe asumir seriamente esta realidad, porque a diferencia de sus antecesores a estas alturas del sexenio, la desaprobación a su gestión sigue creciendo. A las resistencias a sus reformas, los yerros en el mensaje para venderlas y su encapsulamiento en Los Pinos, se le conectan dos variables tóxicas: la corrupción y la percepción de que como no se había visto en décadas, es rampante y descarada. La corrupción es el elefante en la sala que el Presidente no ha querido ver, que magnificó el conflicto de interés en el que cayó en la llamada “casa blanca”, que apenas reconoció como un error. Peña Nieto, se escribió aquí ayer, cumplió tarde una cita con la historia y la sociedad, pero finalmente llegó. No bastará.










A lo largo de este Gobierno la prensa ha documentado casos de corrupción que siguen sin castigo. En agosto de 2013 esta columna reflejó la molestia de los empresarios por la corrupción que estaban encontrando en diversas áreas del Gobierno Federal, particularmente en Pemex y el sector de Comunicaciones, por cobros de comisiones más allá de las tolerables de antaño, donde les exigían de 25 a 40% por contrato. Hace casi tres años, con un Presidente bastante fresco en Los Pinos, las denuncias de corrupción no era algo que admitieran, ni siquiera con reservas o matices, dentro del gobierno.

Quien esto escribe le preguntó directamente a dos de los más importantes Secretarios de Estado sobre la corrupción. Uno de ellos, tajante, afirmó: “No hay”. El otro, igualmente firme, admitió: “No he oído nada”. Entre la negación y el aislamiento, la corrupción continuó. Los escándalos de varios gobernadores a los que se señala de corruptos dominaron las elecciones del 5 de junio, como las del año pasado en Guerrero, Nuevo León y Sonora. La corrupción en el sistema penitenciario federal es una de las hipótesis para explicar la segunda fuga de Joaquín El Chapo Guzmán, pero no necesariamente porque haya comprado a funcionarios o jueces, sino por el misterio de cuánto dinero destinado al fortalecimiento de los sistemas tecnológicos y procedimientos, encontró el camino hacia los bolsillos de unos cuantos que debilitaron las cárceles de máxima seguridad. Actos ilegales hubo con empresarios, religiosos y periodistas.

La corrupción no es patrimonio de los gobiernos, y ha sido acompañante permanente en discursos y atacada furiosamente, pero con retórica, no con la ley. La “casa blanca” le costó mucho a Peña Nieto porque en una sociedad donde lo ilegal es igual que lo ilegítimo, no haber atajado frontalmente el conflicto de interés en el que incurrió, llevó a que el jurado popular convirtiera un error de juicio en una sentencia condenatoria. No es justo para el Presidente, pero es la realidad política. No cambió a tiempo la percepción y ahora paga el costo de su omisión. La imagen perdurará, pero si no atiende frontalmente la corrupción en lo que queda del sexenio, dentro y fuera de su gobierno, peores cosas vendrán cuando entregue el poder.

Peña Nieto no puede echar en saco roto la experiencia del Presidente José López Portillo, quien durante su administración aceptó el regalo de su amigo y colaborador, el mexiquense Carlos Hank González, de una propiedad en el poniente de la ciudad de México, de 65 mil metros cuadrados, donde construyó una casa que los vecinos llamaron “la colina del perro”, cuyo nombre surgió de su ubicación, con el peyorativo a López Portillo, quien en un discurso poco antes de la terrible devaluación de 1982, aseguró que “defendería el peso como un perro”. López Portillo construyó una bonita casa, con una maravillosa biblioteca de 25 mil libros, que está lejos de compararse, en majestuosidad, con lo que es la “casa blanca”.

López Portillo, como Peña Nieto, lastimó a todos. Peña Nieto con sus reformas y con su mal manejo político y de seguridad, golpeó a las élites empresariales, a las clases medias y a la población en general; López Portillo, con la nacionalización de la banca, le pegó a las élites empresariales, y con la debacle económica, al resto del país. López Portillo, metido en problemas maritales al final de su vida, murió de forma precaria pero con una pésima fama que nunca se le borró. Quienes tenían recursos y acceso a medios, le construyeron la imagen de un político frívolo empapado en corruptelas. Peña Nieto comparte los mismos enemigos que López Portillo, pero como se dijo líneas atrás, en condiciones mucho menos favorables que su antecesor. Pero para eso es la historia, para analizar lo que se hizo y las consecuencias por dejar de hacer lo correcto. Peña Nieto tiene aún tiempo para corregir. Sólo requiere la decisión de hacerlo.

rrivapalacio@ejecentral.com.mx

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Leído en http://www.ejecentral.com.mx/la-colina-de-pena-nieto/



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