"No hay argumentos contra un estado de ánimo", decía Bertrand Russell. Por eso es difícil contradecir a quienes aseguran que nuestra economía es un desastre, como todo lo demás. Pero el desencanto de México no es fundamentalmente económico.
Para comprobarlo, conviene releer La economía presidencial, de Gabriel Zaid. El libro (Debolsillo, 2011) compila ensayos escritos a lo largo de las dos gestiones que siguieron al exitoso "desarrollo estabilizador": el ciclo de los "presidentes populistas" (1970-1982) y el ciclo de los "presidentes programadores" (1982-1998).
A principio de los 70, lo razonable era abrir el modelo político y económico. En lugar de eso, Echeverría abrió la chequera. Quiso cooptar a la clase académica rebelde, y lo consiguió. Zaid advirtió en ese instante el nacimiento de un nuevo avatar del Leviatán mexicano: no sólo un Estado protector, proveedor (intimidador y, en última instancia, represor) sino también empleador y empresario, manejado por universitarios. Anulando la tradicional autonomía de la Secretaría de Hacienda y el Banco de México, Echeverría cambió de escala al Sector Público, multiplicó en proporción desorbitada los presupuestos académicos y sindicales, ordenó la adquisición de cerca de un millar de empresas privadas y pasó una legislación nacionalista contra la inversión extranjera. La deuda pública externa creció cinco veces. La inflación declarada llegó al 18% y la moneda se devaluó 100%.
José López Portillo redobló la apuesta populista gracias al descubrimiento de Cantarell. "Tenemos que acostumbrarnos a administrar la abundancia", dijo famosamente. Se disparó el gasto corriente y se desató una borrachera de inversiones improductivas. El PIB creció al 6% impulsado por la fiebre del petróleo (que Heberto Castillo y Zaid denunciaron), pero la súbita caída del precio del barril en 1981 acabó con los sueños de grandeza. Debido al peso absoluto y relativo de la producción petrolera en la economía (y en la deuda), y al grado de estatización que se había acumulado en aquellos doce años de populismo, sobrevino una devaluación brutal (350%), la pérdida total de las reservas, una inflación del 29% (que el Banco de México, por órdenes del presidente, imperdonablemente maquilló) y una deuda impagable de 80 mil millones de dólares. En vez de la abundancia, la quiebra.
En 1982 se abrió el ciclo de los presidentes "programadores". Iban a corregir los desastres de los "populistas", pero su desempeño no fue mejor. Durante el sexenio de Salinas de Gortari se tomaron (sin consenso nacional) algunas decisiones acertadas como el Tratado de Libre Comercio que acrecentaría sustancialmente la capacidad de exportación. Pero las privatizaciones más trascendentes (bancos, televisión, telecomunicaciones) se hicieron sin transparencia. Hubo grandes escándalos de corrupción y, para colmo, en el cambio de poderes de diciembre de 1994 se cometieron errores financieros costosísimos. El saldo final del período fue desastroso: crecimiento anual menor al 2%, inflación del 40%, caída anual de 3.5% en los salarios, deuda externa de 100 mil millones. El sector público siguió creciendo lo mismo que la pobreza y la desigualdad.
A pesar de todo, México llegó a fin de siglo con esperanzas de que la democracia traería una mejor gestión económica. Esa mejoría relativa ha ocurrido. La "economía presidencial" dejó de existir gracias a la democracia. El presidente, mal que bien, ha compartido el rumbo macroeconómico con el legislativo. El Banco de México reafirmó su autonomía (legal desde 1993). Con una diversificación sustancial en sus fuentes de ingreso y un pujante sector exportador, nuestra economía (menos estatizada y petrolizada) ha sorteado mejor que sus homólogas en América Latina las crisis de los últimos años. Se acumularon importantes reservas. La deuda ha crecido de manera preocupante, pero aún no a los niveles de los años 70. La devaluación del peso frente al dólar obedece sobre todo a factores externos. Las reformas en el sector energético y de telecomunicaciones pusieron fin a monopolios privados y públicos, y es de esperarse que su efecto comience a sentirse.
Zaid ha criticado la gestión económica de los gobiernos del siglo XX, pero es claro que sus errores no tienen ya el carácter estructural de "la economía presidencial". Urge acelerar el crecimiento, pero el camino no está en el populismo ni en la tecnocracia programadora. La auténtica "tercera vía" está descrita y fundamentada en los libros sobre el tema económico de Gabriel Zaid.
PD. Retomaré mi columna el 11 de septiembre.
Leído en http://www.enlagrilla.com/not_detalle.php?id_n=72180
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