lunes, 16 de enero de 2012

Marcela Turati - La Tarahumara: hambruna al estilo Somalia



La sequía que azota el norte del país causa graves daños por desnutrición y enfermedad a los rarámuris que habitan la Sierra Tarahumara, donde se padece una crisis alimentaria sin precedente. Los gobiernos federal y estatal no han sido capaces de responder adecuadamente ante esta emergencia humanitaria que podría agravarse aún más este año. En 2011, adicionalmente, la falta de lluvias afectó a las cosechas de mariguana y amapola, sostén de muchos pueblos serranos.



BOCOYNA, CHIH.- Cuando la sacaron de las barrancas de Urique y la ingresaron de urgencia en la clínica para rarámuris, Margarita estaba despellejada debido a la desnutrición extrema.
Los médicos batallaron para encontrar dónde colocarle la aguja que pasaría el suero. No sobrevivió. Tenía
tres años.
“Hace mucho que no se nos moría un niño por desnutrición. Este año el número de los que ingresan es similar a otros. La diferencia es que llegan más graves y se quedan hospitalizados más días. Comenzaron
a llegar desde octubre, cosa que no ocurría porque esa es la época de las cosechas.
Pero este año no hubo. Tampoco teníamos adultos con desnutrición grave y ahora hemos tenido 19, sin sumar a los que vienen con tuberculosis asociada a la desnutrición”, explica el jesuita Guadalupe Gasca, director de la clínica Santa Teresita de Creel, donde murió Margarita.

En el recorrido por ese hospital, dedicado a salvar vidas de los indígenas, se observan fotos pegadas en las paredes que datan de su fundación, en los setenta. Muestran niños rarámuris con panzas infladas y las costillas marcadas en la piel. Detrás del vidrio es posible ver esas mismas imágenes en vivo: niños y niñas en
sus cuneros que fueron internados este invierno con los mismos síntomas que sus ancestros: estómagos inflados, huesos marcados en la piel, despellejamiento, palidez, diarreas asesinas, hinchazón general,
inapetencia, llanto de desesperación.

En la sala A, o de terapia, está Adelina, de seis años, que ingresó un día después de Navidad con la piel quebrada. Tres días antes llegó una niña prematura con malformaciones, desnutrida desde que estaba en el útero. Una semana antes entró Luis Carlos, casi sin peso, con diarrea y neumonía, a punto del paro cardiaco.
En la sala B, para niños que salieron de la emergencia, está María Lucía, ahora de un año. Ingresó en septiembre, cuando pesaba tres kilos, dos menos de lo normal.

Fernando llegó hinchado, con 10 engañosos kilos. Cuando se desinflaron los edemas que lo cubrían mostró su peso real: estaba casi en huesos y ahora ya le comienza a salir piel nueva.
Rogelio, de año y medio, ingresó con piernas y brazos encogidos, como si tuviera que protegerse de algo. Lloraba sin cesar y un médico creyó que tenía daño cerebral y poco tiempo de vida; sin embargo, ya se levanta de su cuna y sonríe.



“Esta es Malena. Antes no se podía ni sentar por debilidad. Ahora camina, se ríe. Parece sencillo pero es un logro que quieran comer o que sonrían, pues eso indica que poco a poco han ido agarrando fuerzas.
Porque cuando llegan no piden nada, están acostumbrados a no comer; les tienes que dar poco a poco para no descompensarlos, porque su organismo ya se adaptó, y conforme se van recuperando comienzan a pedir y pedir”, dice la doctora Alejandra González al recorrer el pabellón, mientras acaricia a la niña que se ve sana aunque en noviembre presentaba desnutrición mixta: delgada de la cintura hacia arriba, gorda de la cadera a los pies, diarrea y neumonía.

Cuando estos infantes vuelven a pasar alimentos y recuerdan el sabor de la comida se alborotan desde los cuneros del puro escuchar el ruido que hacen las ruedas del carrito en el que les llevan la leche. Unos se
ponen de pie, los más pequeños arquean la espalda, todos hacen fiesta a su manera.

Los que ya caminan son transferidos al área de nutrición, donde se les ve comer con ansia. Los primeros días roban comida a los otros compañeros hasta que se dan cuenta que alcanza para todos. Sólo a Jacinto –un travieso de siete años– parece que no se le quita el hambre y durante la comida esconde tortillas.

“Cuando vamos a dar de alta a un niño le comenzamos a bajar la cantidad de pollo y de leche, le quitamos la carne, le damos frijol, pastita, tortilla y papa, para que se vaya readecuando a lo que comía antes. Los das de alta cuando juegan, sonríen, tienen la piel y el pelo bonitos y sabemos que pueden resistir el ambiente
que los espera, porque aquí aprendieron a pedir su comida y ya podrán defenderse.
Aunque hay niños que nos dicen que no quieren irse a casa, sienten que no van a tener qué comer”, explica la religiosa que dirige la clínica, Juana Aguilar. Ella está consciente de que 2012 será difícil: la desnutrición se asoma incluso en las comunidades con programas alimentarios de la Fundación Llaguno, donde lleva
el control de talla y peso infantil. Y, como dice, este fenómeno se está agudizando porque la comida comienza a acabarse.
No únicamente en el hospital del Creel se advierten los efectos del hambre. En noviembre pasado, en el Hospital Infantil de Chihuahua murió por desnutrición un niño de tres años llamado Diego. Además, seis
actas de defunción de adultos del municipio de Carichic, expedidas en 2011, refieren la desnutrición como causa de muerte.
Internado en un cuarto con otros adultos se encuentra Candelario, un anciano que calcula tener 80 años, pero las enfermeras saben que apenas tiene 60. Cuando se le pregunta cómo dejó su parcela dice:
“Nada levantó ahora, ta’ seco”.

Fragmento del reportaje de la Revista Proceso 1836

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