Los agentes de la Agencia Federal de Investigaciones no estaban buscando resolver secuestros. Lo que trataban era encontrar un caso a modo para impresionar a la opinión pública. El objetivo era reivindicarse por la falta de resultados en el Gobierno de Vicente Fox, marcado desde sus primeros días por la sospechosa fuga de “El Chapo” Guzmán y un creciente incremento en los delitos de los fueros común y federal.
De tal suerte que lo de “la recreación” no fue una ocurrencia lateral derivada de una investigación. El teatro para la tele fue siempre el propósito de la AFI comandada entonces por Genaro García Luna, hoy secretario de Seguridad Pública. Lo que hizo su lugarteniente, Luis Cárdenas Palomino, fue —al estilo de un productor de Hollywood— mandar a sus sabuesos a rastrear una buena historia mediática: con un argumento creíble, personajes atractivos y locaciones impactantes.
Tras eso andaban cuando se toparon con la investigación sobre Israel Vallarta, al que se añadía —muy atractivamente— Florence Cassez y un misterioso rancho cercano a una carretera. Fantástico, de película o más bien, de telenovela. Sólo faltaba capturar al elenco, hacer rápidamente el guión, repartir los papeles de héroes, víctimas y villanos y, por supuesto, acordar con doña tele condiciones y horario de transmisión a todo color y en red nacional.
Así que, manos a la obra y a triunfar. Yo sé que lo que planteo es una tesis de trabajo difícil de probar. Pero entre la maraña de enredos, mentiras y contradicciones es la única posibilidad que me queda para completar este rompecabezas siniestro. La pieza que falta.
Una vuelta al pasado
En las semanas y días recientes he repasado materiales. Sobre todo la investigación de la Pastoral Penitenciaria del Episcopado Mexicano, que durante seis meses realizaron 27 expertos multidisciplinarios al mando del abogado Pedro Arellano, quienes concluyeron “que no hubo elementos suficientes para consignar, que no hubo un debido proceso y no se identificó nunca un perfil criminal de Cassez como jefa o integrante de una banda de secuestradores”.
Igual, el artículo de Héctor de Mauleón en Nexos, quien luego de revisar 13 tomos y miles de páginas del expediente —que le facilitó el mismísimo García Luna para que se convenciera de la culpabilidad de Florence— concluye con una magistral descripción del caso.
“No podemos saber por vía de los expedientes judiciales que la acusan si Florence Cassez es culpable o inocente; si los secuestrados fueron efectivamente secuestrados y si dicen la verdad en su primera, en su segunda o en su tercera declaración; aunque está claro que hubo víctimas, que hubo verdugos y que en muchos momentos los verdugos fueron los investigadores del caso, que operan en la opacidad, torturan, inducen declaraciones, alteran los hechos del momento y montan espectáculos para los medios”.
Por eso me siento con todo derecho a especular: ¿Y si lo de menos era el rescate de secuestrados? ¿Y si lo de más el show televisivo?
Y es que sólo así me explico tantas aberraciones de jueces y PGR: retener, incomunicar y torturar 36 horas a los detenidos; modificar el escenario, instruir a las supuestas víctimas para sus declaraciones, establecer la culpabilidad a través de la televisión y engañar vilmente al público.
“Estamos transmitiendo para ustedes en vivo… estamos viendo cómo están entrando los agentes… esta mujer que vemos aquí tapada es de origen francés, era también la esposa del secuestrador y quien ayudó a planear el secuestro”, diría el reportero Pablo Reinah; luego, entre todos, mentirle durante dos meses a la opinión pública sobre el montaje, hasta que la propia Florence desmintió a García Luna también en televisión; a lo largo del proceso ignoró a testigos y personajes clave como Eduardo Margolis, empresario de armamento, supuestamente cercano a García Luna, de quien se dice que Cristina Ríos Valladares —una de las supuestas tres víctimas, junto con su hijo de 12 años— era su ama de llaves; eliminar la línea de investigación que señala al tercer presunto secuestrado, Ezequiel Elizalde, como hijo de un secuestrador profesional llamado Enrique Elizalde; minusvalorar los informes de la gerencia del hotel Fiesta Grand de Polanco, que establecieron que Florence trabajaba de 3 pm a 11 pm y que nunca faltó a su trabajo salvo el 8 de diciembre —y no el 9, como falseó la AFI— cuando fue detenida; auspiciar declaraciones de las presuntas víctimas que pasaron del “jamás la había visto” al “era ella sin duda alguna y además me quería amputar un dedo”. Y así una larguísima lista de inconsistencias terribles y a la vez ridículas que sólo se explican por la prioridad de la farsa.
Por ello y más, a lo que se enfrenta hoy la Primera Sala de la Corte es no sólo a la responsabilidad de una resolución histórica que nos exhibirá ante el mundo y cuestionará profundamente nuestra moral pública. La Corte y la propia Florence confrontan una poderosísima alianza entre todo el Gobierno federal y sus medios incondicionales. Porque, en caso de aprobarse el proyecto de sentencia del ministro Arturo Zaldívar, unos y otros quedarían exhibidos como cómplices de uno de los más grandes montajes de que se tenga memoria. Con todo lo que ello implica ética, política y jurídicamente. Por eso, no es gratuita la presión de Calderón sobre la Corte para apresar el silencio de Cassez hasta el final de sus días.
Ésa es la dimensión de la lucha de Florence. Por su libertad. Por su vida. Y por la dignidad de todos nosotros.
De tal suerte que lo de “la recreación” no fue una ocurrencia lateral derivada de una investigación. El teatro para la tele fue siempre el propósito de la AFI comandada entonces por Genaro García Luna, hoy secretario de Seguridad Pública. Lo que hizo su lugarteniente, Luis Cárdenas Palomino, fue —al estilo de un productor de Hollywood— mandar a sus sabuesos a rastrear una buena historia mediática: con un argumento creíble, personajes atractivos y locaciones impactantes.
Tras eso andaban cuando se toparon con la investigación sobre Israel Vallarta, al que se añadía —muy atractivamente— Florence Cassez y un misterioso rancho cercano a una carretera. Fantástico, de película o más bien, de telenovela. Sólo faltaba capturar al elenco, hacer rápidamente el guión, repartir los papeles de héroes, víctimas y villanos y, por supuesto, acordar con doña tele condiciones y horario de transmisión a todo color y en red nacional.
Así que, manos a la obra y a triunfar. Yo sé que lo que planteo es una tesis de trabajo difícil de probar. Pero entre la maraña de enredos, mentiras y contradicciones es la única posibilidad que me queda para completar este rompecabezas siniestro. La pieza que falta.
Una vuelta al pasado
En las semanas y días recientes he repasado materiales. Sobre todo la investigación de la Pastoral Penitenciaria del Episcopado Mexicano, que durante seis meses realizaron 27 expertos multidisciplinarios al mando del abogado Pedro Arellano, quienes concluyeron “que no hubo elementos suficientes para consignar, que no hubo un debido proceso y no se identificó nunca un perfil criminal de Cassez como jefa o integrante de una banda de secuestradores”.
Igual, el artículo de Héctor de Mauleón en Nexos, quien luego de revisar 13 tomos y miles de páginas del expediente —que le facilitó el mismísimo García Luna para que se convenciera de la culpabilidad de Florence— concluye con una magistral descripción del caso.
“No podemos saber por vía de los expedientes judiciales que la acusan si Florence Cassez es culpable o inocente; si los secuestrados fueron efectivamente secuestrados y si dicen la verdad en su primera, en su segunda o en su tercera declaración; aunque está claro que hubo víctimas, que hubo verdugos y que en muchos momentos los verdugos fueron los investigadores del caso, que operan en la opacidad, torturan, inducen declaraciones, alteran los hechos del momento y montan espectáculos para los medios”.
Por eso me siento con todo derecho a especular: ¿Y si lo de menos era el rescate de secuestrados? ¿Y si lo de más el show televisivo?
Y es que sólo así me explico tantas aberraciones de jueces y PGR: retener, incomunicar y torturar 36 horas a los detenidos; modificar el escenario, instruir a las supuestas víctimas para sus declaraciones, establecer la culpabilidad a través de la televisión y engañar vilmente al público.
“Estamos transmitiendo para ustedes en vivo… estamos viendo cómo están entrando los agentes… esta mujer que vemos aquí tapada es de origen francés, era también la esposa del secuestrador y quien ayudó a planear el secuestro”, diría el reportero Pablo Reinah; luego, entre todos, mentirle durante dos meses a la opinión pública sobre el montaje, hasta que la propia Florence desmintió a García Luna también en televisión; a lo largo del proceso ignoró a testigos y personajes clave como Eduardo Margolis, empresario de armamento, supuestamente cercano a García Luna, de quien se dice que Cristina Ríos Valladares —una de las supuestas tres víctimas, junto con su hijo de 12 años— era su ama de llaves; eliminar la línea de investigación que señala al tercer presunto secuestrado, Ezequiel Elizalde, como hijo de un secuestrador profesional llamado Enrique Elizalde; minusvalorar los informes de la gerencia del hotel Fiesta Grand de Polanco, que establecieron que Florence trabajaba de 3 pm a 11 pm y que nunca faltó a su trabajo salvo el 8 de diciembre —y no el 9, como falseó la AFI— cuando fue detenida; auspiciar declaraciones de las presuntas víctimas que pasaron del “jamás la había visto” al “era ella sin duda alguna y además me quería amputar un dedo”. Y así una larguísima lista de inconsistencias terribles y a la vez ridículas que sólo se explican por la prioridad de la farsa.
Por ello y más, a lo que se enfrenta hoy la Primera Sala de la Corte es no sólo a la responsabilidad de una resolución histórica que nos exhibirá ante el mundo y cuestionará profundamente nuestra moral pública. La Corte y la propia Florence confrontan una poderosísima alianza entre todo el Gobierno federal y sus medios incondicionales. Porque, en caso de aprobarse el proyecto de sentencia del ministro Arturo Zaldívar, unos y otros quedarían exhibidos como cómplices de uno de los más grandes montajes de que se tenga memoria. Con todo lo que ello implica ética, política y jurídicamente. Por eso, no es gratuita la presión de Calderón sobre la Corte para apresar el silencio de Cassez hasta el final de sus días.
Ésa es la dimensión de la lucha de Florence. Por su libertad. Por su vida. Y por la dignidad de todos nosotros.
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