¿Cuál es el límite? ¿Cómo
distinguir entre una pasión sana y una que no lo es? Las grandes
pasiones han estado detrás de muchas de las mejores expresiones del ser
humano, artísticas, políticas, etcétera. También lo es que ese volcán
interno ha escrito muchos de los capítulos más vergonzosos de la
historia. La pasión es un arma de doble filo. Vivir sin pasión es tanto
como transitar por la vida sin abrir el corazón. Pero quien vive
atrapado por la pasión es un esclavo. Todo proceso civilizatorio supone
el raciocinio de las pasiones. Esa es la vía para alejarse de la
barbarie. La madurez implica domesticar las pasiones, cultivar unas y
domar otras.
De nuevo, ¿cuáles son los límites? Los deportes generan grandes
pasiones. En un partido de futbol son los gritos y expresiones
apasionadas de los seguidores de tal o cual equipo los que sacuden el
alma. Hasta allí todo bien, pero arrojar objetos a los jugadores o
liarse a trompadas por un juego no deja de ser un acto de barbarie. La
política también genera muchas pasiones, sobre todo durante los procesos
electorales. Todo mundo debe tener derecho a expresar simpatías y
antipatías, derecho a apasionarse. Pero en una democracia las pasiones
deben conocer sus límites. Impedir que alguien exprese sus ideas no es
democrático. Acallar es autoritario. Hay algo aún más grave: el
ejercicio de algún tipo de violencia en el amplio espectro que ella
abarca. ¿Es admisible que se insulte a alguien? No digo discrepar, me
refiero a gritar expresiones como ladrón, asesino y no sustentarlas. El
respeto al otro comienza por las palabras que usamos y por el respeto a
las palabras en sí mismas. Estamos ciertos o lanzamos improperios para
simplificar una agresión.
Los personajes públicos provocan filias y fobias, el problema surge
cuando unas y otras llevan a las personas a perder el autocontrol del
que tanto hablara Norbert Elías. Acaso es parte del juego democrático
que alguien arroje un objeto -un huevo, un zapato- a quien está en uso
de la palabra. Ocurre, es cierto, pero no deja de ser una agresión.
Ampliar los márgenes de tolerancia a las agresiones no conduce a nada
bueno. Impedir que alguien entre o salga de un recinto, que ejerza su
derecho de tránsito, es una de las agresiones personales más directas
que puede haber. Esa tolerancia excesiva provoca una escalada que mina
la esencia misma de toda democracia: la libertad de expresarse, de
apoyar o disentir.
Incorporar como parte de la normalidad democrática este tipo de sucesos
se convierte en una invitación abierta a subir de tono las palabras, de
callar al contrario, de someterlo a algún tipo de vejación. En las
democracias que tanto decimos admirar las peores discrepancias se
discuten respetando reglas básicas de la convivencia. Que en ocasiones
veamos trompadas entre legisladores no es nada que debamos emular.
En México la elección del 2000 estuvo cargada de un antipriismo que
llegó a ser enfermizo. Doce años después -nos guste o no- tenemos que
admitir que una gran porción de los mexicanos sigue apoyando con sus
votos al PRI. Merecen todo el respeto de sus adversarios. La elección
del 2006 inyectó enormes cantidades de veneno: ricos contra pobres, los
de arriba contra los de abajo, fraudulentos contra legítimos, etcétera.
Resultado: ese veneno sigue corriendo por las venas de muchos mexicanos.
El ambiente de la elección del 2012 se ha viciado. Basta con ver las
agresiones e improperios a periodistas que desfilan por las redes
sociales para darnos cuenta de lo bajo que estamos cayendo. La ventaja
del puntero ha desatado furias que en nada ayudan a la construcción
democrática. Las reacciones impertinentes, tampoco. Pero la consecuencia
es clara: los niveles de intolerancia están subiendo.
Se trata entonces de un proceso que ya lleva años, con capítulos muy
graves. Hay una trampa original: los argumentos y los votos son en
contra de y no a favor de. Voten contra el PRI porque es la oscuridad.
Voten contra AMLO porque es un peligro. Voten contra el PAN porque es la
reacción. La elección del 2012 debería dar un paso adelante y
convertirse en una elección de opciones, una elección de agenda
temática. Eso fue lo que intentó el ejercicio de las "Preguntas... que
podrían cambiar a México". Esa es la intención explícita del ejercicio
que Reforma está llevando a cabo.
Cómo financiar un sistema universal de salud, cómo modernizar el sector
energético, cómo debe ser una reforma hacendaria que procure mayor
justicia. Cómo se debe elevar la calidad de la educación. Cómo
transparentar el uso de los recursos públicos. Qué hacer con las
pensiones. Cómo aprovechar el bono demográfico. Cómo modernizar el agro y
sacar de la miseria a millones. Preguntas concretas que merecen
respuestas concretas. Además las pasiones sin brida distraen. México
requiere concentración y no una danza de fobias. No se aprendió la
lección: sembrar odios no lleva a cosechar votos.
Leído en http://www.reforma.com/editoriales/nacional/658/1314858/
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