martes, 10 de julio de 2012

Sheridan - La Verdad como propiedad privada.


Escribió Paul Valéry que “hasta la más complicada mentira es más sencilla que la verdad”. Se nota que no vivió en México. Entre nosotros La Verdad no sólo es complicada: es incomprensible. Si las mentiras
mexicanas son complicadas, La Verdad es una barroca baratija borrosa, alejada ya de cualquier objetividad o consenso. Como dicen los clásicos, a las pruebas me remito: somos un país en que las tortas de papel de
estraza son “nutritivas” y Elba Esther Gordillo es una “maestra”.

Este lío de las tarjetas de Soriana es un puntual ejemplo. Los partidos y movimientos proAMLO proclaman como verdad que las tarjetas son hechura del PRI. El PRI declara de inmediato que la verdad es que se trata de un montaje de los proAMLO que tiene como objeto deslegitimar al PRI. Los proAMLO responden que el hecho de que el PRI los acusa de haber hecho el montaje es, en sí mismo, prueba de la mentira. El PRI argumenta que urdir una estrategia así a sabiendas de que en Iztapalapa es imposible ganarle al PRD habría sido tonto y contraproducente. Los proAMLO responden que la lógica de esa respuesta sólo enfatiza lo bien calculado de la artimaña. AMLO tapiza su cuartel con las tarjetas y dice que las fueron a entregar ciudadanos morales arrepentidos de haber flaqueado. El PRI responde que esa clase de ciudadanos no existe y que, por tanto, es demostración de la hechura de AMLO… etcétera.

Para todo argumento habrá un contraargumento que utiliza al argumento inicial como demostración del contraargumento. De llegarse a probar que alguien mintió, se da por descontado que ese alguien ya tiene listo el argumento para sostener que las pruebas mismas son evidencia de una mentira, y así hasta el infinito. (O hasta el caos, lo que llegue primero.) La única verdad es, de este modo, que la verdad no existe, ni
existirá nunca, y que más nos vale resignarnos a ser un país de mentiras. Y no sólo en el ámbito de la política.

Si las elecciones son un indicador válido del grado de madurez del pueblo, y por tanto, de su amor a La Verdad, poner en duda sus resultados (una vez más) avería no sólo a las elecciones, lo que ya es
grave, sino evidencia de que la idea misma de La Verdad es prescindible, lo que es gravísimo.

Una sociedad madura paga el precio de La Verdad, por elevado que sea. Aceptar La Verdad vigoriza la democracia, fortalece el pacto federal, vitamina la libertad, nutre la separación de poderes, proteiniza al
municipio libre, oclusiona el enriquecimiento inexplicable, mejora la economía, sanea al pasado, alerta sobre el porvenir, higieniza el lenguaje y “coadyuva” a la modernidad. Pero sólo si es La Verdad, por
que si no, no.  ¿En qué medida la madurez del pueblo guarda proporción con su amor a La Verdad? ¿En qué medida las consecuencias de conocer La Verdad maduran al pueblo y lo conducen a exigir más y más Verdad? Una Verdad que requiere cada vez de más Verdad para ser más y más madura y moderna, si está
opacada por más y más mentiras -sean o no sean verdades- acaba por generar un círculo vicioso. Llevamos lustros demandando la simple Verdad de quién gana las elecciones. En la medida en que nos declaramos adictos a La Verdad, la saboteamos. Esto aumenta la demanda de Verdad, hace subir su precio, fomenta su cultivo ilegal en plantíos clandestinos, crea un mercado negro de Verdad. Desde luego, también aumenta los
artilugios para falsificarla y una magnífica sobreoferta de mentiras.

Todos los actores y partidos políticos declaran una y otra vez que el pueblo mexicano ha alcanzado una “madurez” que incluye la necesidad que tiene de La Verdad: “El mexicano es un pueblo maduro con derecho a la verdad”, suelen repetir. La Verdad es propiedad del pueblo y demostración de que es un pueblo maduro (o, para emplear un término moderno, moderno). Parafraseando a Carlos Pellicer, si hay verdades que se caen de modernas, hay pueblos que se caen de maduros: el mexicano es de esos. Sí, con la condición de que acepte que, si bien sólo hay una Verdad, esa Verdad es propiedad privada.

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