Juan Villoro |
Cuando Truman Capote murió, Gore Vidal alzó sus célebres cejas para decir: "Magnífica decisión profesional".
Conocido por los epigramas que la lengua inglesa no escuchaba desde Oscar Wilde, el autor de Mesías fue tan versátil que costaba asociarlo con un género y tan carismático que quienes lo oían pensaban que lo habían leído. En dos ocasiones se presentó al Senado con una agenda demasiado liberal para triunfar pero imposible de olvidar. Su campaña de 1982, registrada en el documental Gore Vidal: el hombre que dijo no, fue un despliegue de elocuencia satírica.
Vidal nació en 1925 en el cuartel de West Point, con el nombre de pila de Eugene. Su padre fue un piloto de guerra que fundaría tres aerolíneas, y su madre, una actriz de reparto con tendencia al alcohol y los matrimonios de alta sociedad (uno de sus maridos fue el padrastro de Jacqueline Kennedy).
Vidal prefirió la compañía de su abuelo Thomas Gore, que estaba ciego a causa de dos accidentes distintos y era senador por Oklahoma. En Washington, donde vivió desde el divorcio de sus padres, el futuro novelista le leía a su abuelo y escuchaba su potente oratoria en el Senado.
En la novela Washington, D. C., y en obras de teatro como El mejor hombre y Una velada con Richard Nixon, Vidal mostraría los bastidores del sistema político que conoció de primera mano.
A partir de los años sesenta se trasladó a Italia. "Vivo en las ruinas de un imperio para escribir sobre otro", comentó. Su pasión romana dio lugar a Juliano el apóstata, novela sobre el emperador que trató que su pueblo volviera al paganismo, y lo llevó a colaborar en la película Ben-Hur, donde urdió una subtrama gay. Quedó más satisfecho con ese trabajo que con Calígula, exceso fílmico producido por el editor de Penthouse, del que retiró su nombre.
Extrovertido como sólo puede serlo un dandy de sangre fría que nunca se pone nervioso, fue huésped asiduo de la televisión, se representó a sí mismo en Roma, de Fellini, y actuó en el futuro de diseño de Gattaca. Como guionista, su mayor logro fue la adaptación de De repente, en el verano, de Tennessee Williams.
Polemista impar, hizo que Norman Mailer perdiera los estribos y le diera un cabezazo antes de entrar al show de Dick Cavett. El columnista conservador William Buckley Jr. lo demandó por difamación pero Vidal ganó el pleito. Cuando le preguntaron qué opinaba de Inglaterra, respondió: "Esto no es un país: es un portaviones estadounidense".
"Flaqueas al ocuparte de mi obra", le dijo a Martin Amis. En el caso de Vidal, era más fácil escribir sobre el personaje que sobre el autor. En la mayoría de sus libros el tema supera a la ejecución. La ciudad y el pilar (1948) fue una de las primeras novelas sobre la homosexualidad, Mesías (1954) se ocupa del carisma en la era televisiva y Myra Breckinridge (1968) narra en clave cómica una historia transexual.
Pocos ensayistas han tenido una erudición tan amplia como la de Vidal. Estados Unidos, volumen que recoge cuarenta años de reflexiones, muestra a una de las mentes más sagaces, informadas y, sí, generosas del siglo XX. Con la misma solvencia con que escribe de Montaigne, indaga la obra de Italo Calvino. Admirador de la literatura europea, lamentaba que los escritores de su país se centraran en el realismo y sólo admitieran la fantasía en subgéneros como la ciencia ficción. En cierta forma, así explicaba su desencuentro con la crítica.
Aunque en novelas históricas como Lincoln o Juliano el apóstata investigó con minucia, Vidal tenía una voz demasiado fuerte para dejar vivir a sus personajes. El crítico del imperio era imperial.
En Palimpsesto, libro de memorias, narra su romance con un joven que murió en la batalla de Iwo Jima. Esa pérdida lo "curó" de volver a enamorarse. A partir de entonces, asumió una bisexualidad ajena a los sentimientos. "Todo hombre mata lo que ama", escribió Oscar Wilde. Su heredero norteamericano quiso matar sus afectos para pulir sus alfileres.
Los cínicas verdades de Vidal animaron el auténtico parlamento de época: la televisión. Ahí dijo: "Cuando un amigo triunfa, algo muere dentro de mí", "A medida que uno envejece, el litigio sustituye al sexo", "La televisión es una gran niveladora: acabas sonando como la gente que hace las preguntas".
De Estados Unidos comentó: "Esto no es una democracia: es una república militarizada" y "La mitad de los estadounidenses no leen periódico y la mitad no vota. Espero que pertenezcan a la misma mitad".
Una sentencia de Marco Aurelio se aplica al inconforme que nació en un cuartel: "La ira no puede ser deshonesta". Irónico, contradictorio, narcisista, corrosivo, Gore Vidal fue el sistema de alarma de un imperio. El niño que le leía al senador Thomas Gore no obtuvo un escaño en el Congreso, pero tomó la palabra con la honestidad de la ira.
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