domingo, 26 de agosto de 2012

Juan Villoro - Letra pequeña

Juan Villoro
A principios de los años setenta ocurrió una revolución en espacios bastante reducidos: las mesas de ping-pong. Nobuyuki Kamata, entrenador japonés, llegó al Centro Deportivo Olímpico Mexicano a renovar el top-spin. Formé parte de la primera convocatoria para la selección nacional, pero no pude quedarme, a diferencia de mi hermana Carmen, que llegó a ser campeona y representó a México en China.

En la fase de preselección conocí a un joven al que me veo obligado a nombrar de otro modo, pues desempeña un oficio de alta confidencialidad. En plan homérico, lo llamaré Aquiles. Su interés por el tenis de mesa no era deportivo sino óptico: "El ping-pong es excelente para la vista", fue lo primero que me dijo.




Aquiles tenía un Manual de Entrenamiento Visual y movía los ojos como si viajara en la montaña rusa. No le gustaba la pintura ni la fotografía. Su conducta era determinada por una idealización parcial del cuerpo humano; así como hay modelos que sólo anuncian pies, él aspiraba a una visión perfecta.

La pelota de ping-pong interesó sus ojos, pero no consiguió golpearla con suficiente efecto. Quedó fuera de la convocatoria del CDOM y le perdí la pista.

A veces me preguntaba qué habría sido de ese extraño atleta para quien el horizonte era un gimnasio. Aunque imité sus ejercicios y logré escuchar el crujido ocular del que mantiene su mirada en forma, Aquiles quedó en mi memoria con la agradable extrañeza que concedemos a un chiflado.

Hace unos quince años nos encontramos en un banco. "¿Sigues jugando?", preguntó. También yo había colgado la raqueta. Eso nos hermanaba. Traté de imaginarle profesiones asociadas con la vista: ¿neurofisiólogo, sastre de pulgas, piloto de pruebas? "Trabajo aquí", fue su decepcionante respuesta. El joven que se ejercitaba mirando el cielo en forma incómoda era banquero, o algo parecido.

Hay extravagancias que la época vuelve lógicas. Aquiles se ha convertido en una persona de su tiempo. Me lo volví a encontrar hace unos días, esta vez en Barcelona. Usa unos lentes de un espesor que en otro rostro serían alarmantes y que le otorgan al suyo la sufrida dignidad del mártir. El atleta de los ojos tiene vista cansada.

Conversamos durante unas cervezas y le pregunté si seguía trabajando en el banco. Entonces vino la revelación: "Soy el zar de la letra pequeña". Se ha convertido en diseñador de contratos financieros. Los redacta y escoge el tamaño de la letra. Con tan buen resultado que es asesor de entidades españolas.

Me dijo que el 5 de junio de 2012 el Banco de España había promulgado una orden histórica: ahora los contratos deben tener letras de al menos dos milímetros. La crisis llevó a esa aceptación tácita de que antes se engañaba a los ahorradores con algo que no alcanzaban a ver. "Aconsejé los dos milímetros", informó con orgullo. La banca española estará sujeta a la ley de imprenta.

Actualmente Aquiles ejerce su oficio con lentes y esa sustitución de las facultades que llamamos "experiencia". No le importa haberse gastado los ojos con contratos leoninos. "Asesoro a España y en México la letra pequeña tiene mucho futuro". Nuestra ley tampoco llega a la tipografía.

Recordé que en España se le dice "talón" a un cheque y me pregunté si el Aquiles de la mirada tendría algún talón vulnerable. No parecía así. Sus ejercicios (y sus prótesis ópticas) rendían frutos.

Para la mayoría, leer contratos es horrendo. En cierta forma, agradecemos no descifrar la letra que invariablemente nos perjudica. Buena parte de nuestra conducta depende de esa ignorancia. El mundo se parece a los contratos en los que sólo vemos lo que nos interesa, ignorando la ilegible letra de los riesgos. Las cosas importantes se deben a que ignoramos esos riesgos.

¿Cómo sería la vida de Aquiles en otros momentos? Seguramente, los subtítulos del cine le parecerían rótulos insufribles y las migajas en la mesa, perdigones de harina. Experto en lo minúsculo, padecía en un mundo agigantado. Le pregunté si era feliz. "Cuando leo. En eso nos parecemos, aunque a mí me pagan mejor", respondió.

En eso último tenía razón; en lo otro, no. Mi antiguo rival de ping-pong estaba condenado a leer en forma literal; no podía divagar ni malinterpretar. Esclavo de la letra, Aquiles debía seguirla a pie juntillas.

Agradecí los muchos párrafos que no he entendido, los libros en los que me salté partes, las ocasiones en las que me distraje para continuar la historia por mi cuenta o suponer que todo sucedía al revés. El que lee una novela no depende de las letras sino de lo que cree que dicen. El placer de interpretar proviene de ese desacuerdo esencial.

En los avaros tiempos que corren, un experto en letra pequeña vale más que un crítico literario. Me despedí de Aquiles sin mostrarle mi desacuerdo. Insistí en pagar la cuenta. Sonrió, satisfecho de ese nuevo triunfo económico.

Hay gente que vive para beneficiarse de la letra pequeña. Pero lo más significativo no se ve. Conocemos la historia del memorable Aquiles por lo que contó Homero, que estaba ciego.

Leído en: http://noticias.terra.com.mx/mexico/juan-villoro-letra-pequena,d1fd006038859310VgnVCM5000009ccceb0aRCRD.html



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