domingo, 26 de agosto de 2012

René Delgado - Corona sin reyes

René Delgado

El lamentable espectáculo ofrecido por Acción Nacional en la Presidencia de la República -durante los 12 últimos años- deja al descubierto el problema de pretender el poder sin entenderlo, saber ejercerlo ni darle un sentido social.


Ni el pragmático ni el doctrinario resultaron ser lo que decían y terminaron por hacer jirones las banderas de su partido. La patria no luce, hoy, ordenada ni generosa como tampoco la vida mejor ni más digna. El saldo es terrible para Acción Nacional y no menos para el país. El fracaso de esas dos gestiones arrastró la democracia y el derecho.



Vicente Fox ni Felipe Calderón entendieron por qué llegaron a ocupar Los Pinos. En ambos casos muchos de los votos que posibilitaron su estancia en esa residencia no fueron porque se les quisiera colocar ahí, sino porque se quería evitar que permaneciera o llegara otro. Buena parte de los sufragios que obtuvieron no fueron "por", sino "contra". Sin esa conciencia, resultaba imposible cumplir con el mandato recibido.

De ahí que ninguno de los dos haya logrado constituir un gobierno. En el mejor de los casos, administraron lo recibido sin atreverse a cambiar un perno, resorte o engrane de un régimen político que desde hace años dio de sí. En tal circunstancia, a su modo y estilo pero guiados por el mismo instinto de sobrevivencia, se echaron en brazos de los poderes fácticos que terminaron por asfixiarlos y por rebajar la democracia a un asunto de votos y dinero y el derecho a una cuestión de canonjías y privilegios.

No hubo reyes sin corona, hubo corona sin reyes.

Menudo problema tendrá ahora Acción Nacional para rehacerse si pretende darle sentido a la recuperación del poder, pero la situación creada a lo largo de estos 12 años no sólo abarca a esa fuerza sino también al priismo y a la izquierda. Una situación caracterizada por un problema que no se resuelve con la salida del panismo de Los Pinos.

Desde hace años, la clase política dejó de creer en sí misma, perdió la confianza entre sí y, en el colmo del absurdo pero en la obsesión por el poder, se alejó de la política -como tarea de fuerza, organización, inteligencia y negociación- y se acercó a los poderes fácticos presentándose como socia y terminando como empleada. En esas está la clase política mexicana.

Tal aventura desató la fuerza de esos poderes, a los que poco les interesa conducirse por canales institucionales de participación. De ahí que prácticas y conductas de supuesto uso exclusivo del crimen, tales como la extorsión y el chantaje, el tráfico de voluntades y de personas, el sacrificio del interés público por el privado, ahora también formen parte del repertorio de herramientas de la política. La frontera entre crimen y política se debilitó, en vez de fortalecerse.

De ahí el tráfico de plazas en el magisterio a costa de la educación. De ahí la libertad de expresión entendida como una concesión y no un derecho. De ahí el golpeteo hasta la vulneración de una autoridad si no se entrega o dedica tal o cual contrato o licitación o se doblega ante el interés privado. De ahí el apoyo gremial a tal líder a cambio de canonjías o impunidad. De ahí el elector convertido en cliente. De ahí el voto sujeto a robo, compra o coacción.

Si en la cúspide del poder político y el poder económico así se relacionan y entienden, por qué rayos el burócrata de ventanilla no va transar con el permiso, el sello o la licencia y por qué el crimen no va cobrar derecho de piso o vender la protección a punta de pistola. Pueden los políticos -y lo hacen bien- satanizar a los criminales sólo para encontrar al enemigo ideal de la sociedad y establecer la noción del "otro", pero siendo ya la barbarie y la violencia, la corrupción y la transa, el chantaje y la extorsión una cultura establecida, la diferencia entre los "unos" y los "otros" es una cuestión de credencial. Así como hay cárteles criminales, también hay cárteles políticos.

La salida de Acción Nacional no resuelve ese problema, permanece ahí.
Desde luego, la clase política aborrece oír lo que hay que hacer. En su lógica, una cosa es recibir un mandato y otra obedecerlo. Su destino, eso cree aunque los hechos la refutan de más en más, es decir no oír porque en su concepto, pero sólo en el concepto, sigue siendo la clase dirigente.

Lo cierto es que ya no es así. La clase política al pretenderse socia de los poderes fácticos ignora su condición de empleada y, entonces, simula compartir las decisiones de esos poderes como si hubiera sido tomada en cuenta. Esos poderes indican por dónde ir, siendo que ese camino no necesariamente es el que conduce al país a un mejor derrotero ni a desatar su potencial.

Desde hace años, los partidos dejaron de concebirse como instrumento de la ciudadanía. Se pasaron del otro lado, hicieron de la ciudadanía su instrumento y creyeron encontrar refugio para su sobrevivencia en los poderes fácticos que, al abrazarlos, los asfixian.

Por eso hay representantes privados con credencial de representante popular, gerentes de corporaciones ungidos con cargo de secretario temporal de Estado, comisionados regulados por quienes deberían regular, presidentes de la República con domador, policías con corbata de altísimo funcionario, jueces, magistrados y ministros con el sello de su mecenas estampado en el forro de su toga. En el mejor de los casos cambian de collar, pero no de cadena.

Hay excepciones desde luego dignas de admiración, reconocimiento y agradecimiento. Pero son eso, excepciones. Por eso descuellan cuando levantan la voz o deciden actuar.
¿Cuándo dejaron los políticos de creer en sí mismos y cuándo perdieron la confianza entre sí? Es difícil de establecer eso, pero no la urgencia de emprender acciones decididas para reponer y respetar el terreno y las reglas de juego.

Si la salida de Acción Nacional de Los Pinos no resuelve el problema, el regreso del Revolucionario Institucional tampoco lo solventa. Mientras la derecha, el centro y la izquierda no reconozcan su apoyo más firme en la ciudadanía y gobiernen con ella y para ella, el destino del conjunto de la clase política es la del esclavo que pule y saca brillo con esmero a la bola de acero y el grillete que le niega libertad y margen de maniobra.

Los políticos se metieron en un lío del cual no encuentran cómo salir. Se adentran de más en ese laberinto y, en su desesperación, condenan su porvenir... arrastrando con ellos al país, la democracia y el Estado de derecho. Los 12 años perdidos deben dejar al menos una lección.


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