En algunos diccionarios, tolerancia es uno de los antónimos de fanatismo. En el diccionario del mapamundi, la intolerancia provocada por el fanatismo es cotidianeidad. Sería exagerado, pero no muy exagerado, decir que el ascenso y el contagio de los fanatismos amenazan a la humanidad. El embrollo es enorme e irresoluble: cuando impera la sordera no hay lugar para el diálogo.
Mucho se ha hablado del choque de civilizaciones. No hay ser pensante, cuya razón aprecie la vida propia y la de otros, sea musulmán, judío, o católico, que no tema ante la violencia desatada por los desencuentros entre las formas de actuar de algunas religiones. Aunque es imposible saber cuál sería la magnitud final del choque de civilizaciones, por ser un fenómeno no experimentado, sí es posible afirmar que la reciente ola de violencia contra Occidente en algunos sectores del mundo musulmán son colisiones graves. Colisiones que desde hace algunos años amenazan y desestabilizan el precario orden mundial.
La fatwa decretada contra Salman Rushdie, la ira contra Dinamarca y otros países nórdicos tras la publicación de 12 caricaturas en 2006 en el diario Jyllands-Posten, donde se caricaturizaba a Mahoma por medio de una bomba adherida a su turbante, y la que hoy nos atenaza tras la difusión de la película La inocencia de los musulmanes, son ejemplos del desencuentro entre Occidente y sectores integristas del mundo musulmán.
Si bien la blasfemia nunca es bienvenida, sea contra quien sea, coartar la libertad, en cualquiera de sus formas, no debería ser la respuesta para contrarrestar la violencia integrista. Escribo debería, y no debe, porque una cosa son los hechos y otra es la realidad. La realidad es la masa sobre los techos de algunas embajadas occidentales; la realidad es la quema de banderas por turbas enfurecidas; la realidad es el doble lenguaje de los Hermanos Musulmanes en Egipto, cuyos mensajes en inglés invitan a la concordia, mientras que en árabe, azuzan violencia: “Egipcios, levántense en defensa del Profeta frente a la embajada de Estados Unidos”; la realidad son los asesinatos, como el de Chris Stevens, embajador de EU en Libia.
El resumen, de esas y otras realidades, es funesto. Cuando la persona se subsume a la masa no hay espacio ni para la razón ni para el diálogo. Así lo escribió en 1960, Elías Canetti, en Masa y poder: “El mismo ser singular tiene la sensación de que en la masa sobrepasa los límites de su persona. Se siente aliviado, ya que todas las distancias que lo volvían a sí mismo y lo encerraban en sí quedan abolidas”. Ser parte de la masa permite. Estar en la masa exige. Ser y estar en la masa es, a la vez, el leitmotiv de cualquier movimiento fundamentalista y la tumba de la razón, de la palabra, de la libertad. ¿Son las masas enardecidas y bien aupadas por sus ideólogos un brote del cáncer llamado choque de civilizaciones?
Son muchos los modelos que han asolado y castigado a la humanidad. Imposible soslayar el deplorable ejercicio del comunismo, la inhumanidad del capitalismo y la tiranía de la globalización. Imposible no señalar el doble lenguaje usado por Estados Unidos y otros países occidentales, y no denostar sus vínculos con incontables sátrapas, muchos de ellos dignatarios del mundo musulmán. Imposible no condenar las atrocidades cometidas por Estados Unidos en Abu Ghraib y no indignarse ante lo que sucede en Guantánamo. La humillación y la indignidad ejercidas por Occidente son abominables; su daño, inconmensurable. La insanidad occidental es responsable de muchos males —pobreza, matanzas, migraciones forzadas, asesinatos de campesinos, falta de libertad—, pero no del fanatismo ni de las acciones fundamentalistas del salafismo.
Los fanáticos no dialogan, excluyen. Su accionar lo determina la sordera y una especie de superioridad moral. Esa sordera permite hacer todo sin cuestionarse, y esa falsa superioridad moral permite excluir y matar a quienes difieran. “No hay más dios que Alá”, fue el lema inscrito en banderas negras durante las manifestaciones recientes contra Occidente en la famosa plaza de Tahrir, cuna de la primavera árabe. Esa idea, unívoca y sorda, a pesar de la inmemorial y nauseabunda doble moral estadounidense, impide cualquier diálogo y alimenta la confrontación entre el pensar del mundo libre y el no pensar de las masas. Conciliar la vida occidental y el ideario salafista es imposible.
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