domingo, 16 de septiembre de 2012

Enrique Krauze - El héroe blanco

Enrique Krauze
Hace un siglo, el 13 de septiembre de 1912, murió a los 64 años el maestro Justo Sierra. Aunque llevaba tiempo enfermo, su fallecimiento provocó sorpresa y pesar. Aquel gigante altruista que había dedicado buena parte de su vida a pensar e instrumentar, en todos los niveles, la educación en México, no debía de morir. La prensa siguió con detalle la procesión de homenajes que comenzó en Madrid (donde Sierra había sido encargado de la Legación mexicana) y terminó en una sesión luctuosa en la Escuela Nacional Preparatoria, en la cual el orador Jesús Urueta pronunció un discurso que hizo llorar a los asistentes, en especial al presidente Madero. Sierra fue el único alto personaje del Porfirismo reconocido por el México revolucionario. Los muralistas, que sometieron a la guillotina pictórica a toda la elite porfiriana, lo exaltaron como un hombre por encima de su tiempo. Con plena razón, en 1948, centenario de su natalicio, el dramaturgo Wilberto Cantón lo llamó “el héroe blanco de México”.

Antes de apreciar a Justo Sierra por sus libros (por la mirada comprensiva y generosa que encuentro en ellos, su espíritu de tolerancia y concordia, su prosa sonora y plástica, su perspicacia biográfica) lo conocí a través de su familia. Traté a tres de sus nietos: el licenciado Salvador Barros Sierra, la historiadora Catita Sierra y, por supuesto, el ingeniero Javier Barros Sierra, eminente rector de la UNAM a quien acompañé (como consejero Universitario) en los tiempos aciagos de 1968 a 1970. 




La UNAM ha publicado desde 1948 las Obras completas de Justo Sierra en una elegante edición de 17 volúmenes (con útiles índices, y algunos prólogos notables) que recogen su tránsito sucesivo por la poesía, la crítica literaria, el periodismo combativo, los estudios sobre educación (tesis, proyectos, grandes polémicas), la historia antigua del mundo y los diversos géneros de historia mexicana (desde un manual y un catecismo de historia patria hasta La evolución política del pueblo mexicano), los libros de viaje (Europa, Estados Unidos), la canónica biografía Juárez: su obra y su tiempo, así como los epistolarios, los discursos, etc... La biografía de Agustín Yáñez que preside el tomo primero (Yáñez fue el coordinador inicial de la obra) sigue siendo útil lo mismo que los dos tomos de Claude Dumas: Justo Sierra y el México de su tiempo 1848-1912, publicados también por la UNAM en 1992. A lo largo del tiempo, varios autores se han ocupado del personaje, señaladamente Edmundo O’Gorman y Daniel Cosío Villegas. Pero como ocurre con tantas figuras de la historia mexicana, a don Justo no le ha hecho justicia la biografía: sigue esperándola.

Si bien Don Justo llegó a ser, como sugiere David Brading, el supremo sacerdote de la cultura mexicana, detrás de esa imagen final, serena y consagratoria, se escondía un alma doliente, marcada por los azares de la política, las fluctuaciones del espíritu, las tensiones intelectuales y, sobre todo, la honda tragedia personal.

No por veleidad sino por convencimiento razonado, Justo Sierra fue sucesivamente anti porfirista y porfirista, liberal puro y liberal reformado, es decir, evolucionista “científico” y aún “conservador” (El mejor estudio sobre estos temas es el de Charles Hale: Justo Sierra: Un liberal del porfiriato, Fondo de Cultura Económica, 1997). Ideológicamente, comenzó exaltando los discursos anticlericales de su maestro Ignacio Manuel Altamirano sólo para terminar, como el propio Altamirano, postulando la reconciliación de liberales y conservadores. Su vida partió del seno católico más piadoso, abrazó más tarde un resignado agnosticismo, para culminar (tres semanas antes de morir) en el Santuario de la Virgen de Lourdes, donde escribió a su hija María de Jesús una carta memorable, reveladora de un espíritu que nunca dejó de ser religioso.

La lectura más superficial de su obra revela una paradójica pero intensa aspiración de sacralidad laica. En su historia, Sierra predicó el Evangelio de México; quiso -anticipándose a Vasconcelos- que el Estado asumiera la educación como una misión religiosa; y concibió platónicamente -con la fundación de la Universidad- la creación de un poder intemporal sobre el poder político: “Tratamos de organizar aquí un núcleo de poder espiritual... con el nombre de Universidad Nacional” (Carta a Miguel de Unamuno, 7 de julio de 1910).

Dos tragedias ensombrecieron su vida: la muerte de su padre -el jurista, novelista y periodista Justo Sierra O’Reilly- cuando Justo tenía 13 años, y la muerte aún más prematura de su hermano Santiago a resultas de un duelo con Ireneo Paz, abuelo del poeta, en abril de 1880. Durante la Guerra de Castas en Yucatán, hacia 1848, Sierra O’Reilly se había visto en la necesidad de buscar la ayuda de Washington aún a costa de la soberanía de su desfalleciente estado. Los posteriores gobiernos liberales no le hicieron reclamos ni le escatimaron su aprecio: de hecho, Juárez le encargó el primer proyecto de Código Civil que sería la base de los subsiguientes. En cuanto al desdichado Santiago, tras su muerte Justo envejeció décadas en días y por largo tiempo se apartó del mundo. 

Fue laborioso, inteligente y noble, pero también valiente. Supo defender causas que creía acertadas (como el reconocimiento de la deuda inglesa en 1885) a pesar de provocar la ira de los estudiantes. Sobre los malquerientes que lo calumniaban escribió: “no niego a mis enemigos eternos el derecho de injuriarme, puesto que conservo intacto mi derecho a despreciarlos”. Y desde 1892 postuló la necesidad de transformar lo que -en una carta escrita a Porfirio Díaz, el último día del siglo XIX- llamó sin ambages: “una monarquía con ropajes republicanos”.

Hoy el auditorio de Ciudad Universitaria ostenta el nombre de “Che Guevara”. Lo justo sería recobrara su nombre original: Auditorio Justo Sierra.

Leído en: http://www.zocalo.com.mx/seccion/opinion-articulo/el-heroe-blanco

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