Luis Rubio |
Al iniciar su mandato, Echeverría se encontró con una situación inusual para la economía: por primera vez en décadas, su desempeño se encontraba por debajo del 4%. Aunque esa tasa de crecimiento nos podría parecer extraordinaria en estos días, el crecimiento en el año 1970 fue sensiblemente inferior al 6.5% que había promediado en las cuatro décadas anteriores. Como todos los presidentes desde entonces, Echeverría intentó recuperar altas tasas de crecimiento. El problema fue cómo lo hizo y las consecuencias que tuvo su actuar.
La economía mexicana ya venía mostrando signos de debilidad desde mediados de los sesenta. 1965 fue el último año en que el país exportó maíz, uno de los muchos granos y productos minerales cuyas exportaciones financiaban la importación de insumos para la industria. La economía requería cambios estructurales para mantener su ritmo de crecimiento y satisfacer las necesidades de la población. Dentro del gobierno se desató un agudo debate sobre cómo responder y muy rápido se conformaron dos visiones: una, la de quienes proponían un proceso de liberalización gradual que no pusiera en riesgo la supervivencia de la industria sino que le diera viabilidad de largo plazo; y otra, que proponía un fuerte estímulo a la economía por medio del gasto público. Echeverría enarboló la segunda y utilizó al movimiento estudiantil de 1968 para cambiar la lógica del gobierno, subordinar a la sociedad y crear un clima de antagonismo contra el sector privado.
El crecimiento del gasto público no se hizo esperar y para el cuarto año era ya era casi cuatro veces superior al de 1970. Con la explosión del gasto se multiplicaron las secretarías, empresas públicas y fideicomisos. Además, se modificaron regulaciones y se aprobaron leyes, todas las cuales tenían por objetivo afianzar la presencia de la burocracia en las decisiones económicas, limitar el ámbito de actividad del sector privado y reducir al mínimo la presencia de la inversión extranjera.
En unos cuantos años, Echeverría modificó el perfil de la economía pero también de la sociedad. El crecimiento del gasto deficitario y del Gobierno trajo consigo dos males que tomaron décadas en resolverse: la deuda externa y la inflación. Por otro lado, Echeverría inauguró un estilo retórico que no había sido parte de la política mexicana en más de medio siglo: la lucha de clases. Como parte de lo anterior, modificó los libros de texto para incorporar su filosofía política, factor que sembró las semillas de la confrontación que vivimos activamente hasta el día de hoy. Su estrategia de confrontación permanente con el empresariado destruyó la legitimidad de los empleadores y únicos creadores de riqueza, e inició quizá el peor de los males que dejó como legado: la desconfianza. El resultado de su gestión fue inflación, crisis y una sociedad profundamente dividida.
Toda proporción guardada, Obama está teniendo el mismo efecto en su sociedad. Tratándose de una nación plenamente institucionalizada, el impacto de un presidente estadounidense es mucho menor en su país de lo que eran los presidentes (casi) omnipotentes en el nuestro; sin embargo, Obama se ha dedicado a sembrar el mismo tipo de conflictividad que Echeverría hizo en México.
Lo que pase en EU tiene consecuencias: nuestras exportaciones a ese país son el principal motor de nuestra economía. De debilitarse su tradición pro-empresarial disminuiría su crecimiento y los mexicanos sufriríamos las consecuencias. Sin aprobación social, la creación de riqueza se torna imposible porque nadie está dispuesto a tomar riesgos en un contexto hostil.
Aunque no cabe duda de que Obama recibió una crisis económica de enormes dimensiones, su desempeño en estos cuatro años ha sido desastroso: en lugar de atender las causas de la crisis, se ha dedicado a dispendiar los recursos destinados a estimular el crecimiento y a pelearse con sus contrincantes políticos, pero sobre todo atacar a los únicos potenciales creadores de riqueza: los empresarios.
Parte del actuar del presidente estadounidense refleja su falta de experiencia como político. Por ejemplo, en lugar de controlar el uso del dinero que se destinó al estímulo económico, dejó que la entonces líder del congreso hiciera de las suyas y repartiera los fondos de poco más de un trillón de dólares (equivalente al 100% del PIB mexicano) entre sindicatos, grupos afines y proyectos favoritos de su contingente legislativo. Lo anterior no es bueno ni malo, excepto que los proyectos que típicamente le gustan a los políticos y a los grupos de interés normalmente no son los más productivos o los que, en palabras de los economistas, tienen el mayor efecto multiplicador. Quienes defienden el actuar de Obama dicen que no haber emprendido ese monto de gasto hubiera provocado un colapso económico.
Como es imposible probar lo que no ocurrió, la sociedad americana se la vive disputando a) si debe haber un nuevo paquete de estímulo; b) si debe atenderse el brutal crecimiento de la deuda pública; o c) si deber revisarse toda la estructura de la economía. El debate estadounidense no es muy distinto, en concepto, al que ha caracterizado a México desde finales de los sesenta.
Como decía Milton Friedman, los programas públicos deben evaluarse por sus resultados y no por sus intenciones. El resultado de la gestión de Echeverría fue desastroso: décadas de antagonismo, casi hiperinflación, un gobierno ineficiente y la legitimación del conflicto como estrategia de lucha permanente. El resultado de la gestión de Obama todavía está por verse pero no me queda ni la menor duda de que ha incorporado un elemento novedoso en la política estadounidense: el de la lucha de clases.
Para observadores privilegiados como Lipset y de Tocqueville, lo que ha distinguido a los estadounidenses en sus más de dos siglos de existencia es su excepcional capacidad para adaptarse y asimilar personas e ideas, así como la creencia en la igualdad de oportunidades que legitima su vitalidad empresarial. Obama está amenazando eso que Echeverría enterró: la credibilidad de quienes pueden hacer posible transformar a su país.
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