Ciro Gómez Leyva |
Desde el dolor del padre demolido, Humberto Moreira legó una frase con una fuerza expresiva que podría cambiar dramáticamente el curso de la historia de México: “Mi hijo viene a ser uno de los miles de muertos de esta guerra”.
El expresidente del PRI debe tener información que nosotros desconocemos sobre el asesinato, porque su señalamiento fue directo, severo, mortífero: su hijo, el joven José Eduardo, Lalo, Moreira, fue ultimado por gatilleros del crimen organizado, o como consecuencia de la guerra emprendida contra ellos por la Presidencia de la República desde finales de 2006.
Moreira, habrá que recordarlo, fue siempre uno de los gobernadores más críticos del modelo policiaco-militar del presidente Calderón, quien a su vez cuestionaba el empeño de Moreira y las autoridades del gobierno de Coahuila en la lucha contra los criminales.
El presidente Calderón no modificará el esquema en los días que le restan en el poder. El futuro presidente Peña Nieto, en cambio, ha repetido que la lucha continuará, pero con una estrategia renovada que permita reducir drástica y rápidamente el secuestro, la extorsión y los asesinatos. Ahí estarán el cadáver del hijo y el juicio del padre, ahí estará la sombra de los Moreira, recordándoselo cuando, ya pronto, asuma el mando de las fuerzas federales.
El crimen de Ciudad Acuña (ocurrido, además, horas después de una muy promocionada junta de seguridad pública entre los equipos entrante y saliente) posee un simbolismo tan grave que, pienso, terminará por marcar un antes y un después.
En ese sentido, Lalo Moreira será el primer muerto del presidente Peña Nieto.
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