sábado, 13 de octubre de 2012

Juan Villoro - Historia digital

Juan Villoro

Un amigo, que en la prudencia del afecto llamaré Jaime, me contó una historia que revela la forma en que somos definidos por los aparatos.
Jaime estaba ante el cajero automático de un hospital cuando una mujer dijo una triste frase a sus espaldas: "Tampoco tú puedes, ¿verdad?". Se volvió para encontrar a Martha, a quien no había visto en eras. "¡Somos mudos digitales!", exclamó ella.
Jaime había tocado la pantalla sin resultado alguno. Eso le sucedía con tal frecuencia que le había pedido a su primo Jorge que lo acompañara. Por alguna razón, la touch screen respondía mejor a unas manos que a otras.
El primo completó la operación sin problemas. Martha iba acompañada de su sobrina Cecilia, a la que le dictó su maniobra en el cajero.
Martha le preguntó a Jaime por su esposa. "La acaban de operar". La misma pregunta siguió el curso inverso: "Lo acaban de operar". Esta simetría provocó un silencio que 30 años atrás debieron haber suspendido con un beso.
Jaime se había acostumbrado a pensar en Martha como la maravilla que no pudo ser. En otro contexto se habría despedido de ella de inmediato. Pero estaban presos en un hospital. La invitó a comer.




Cecilia y Jorge presenciaron la escena con las manos llenas de billetes, divertidos por el nerviosismo adolescente de los otros. Martha y Jaime comprobaban que 30 años no bastan para superar una oportunidad perdida.
Durante la comida, hablaron de sus parejas con el respeto que merecen quienes acaban de salir de la anestesia. Luego ella dijo: "Tú y yo tenemos la misma piel". Por desgracia, no se refería a los acuerdos a los que se llega con el tacto, sino a una molesta particularidad dérmica: "Las máquinas que se tocan no son para nosotros". Ella había leído un estudio en una revista especializada acerca de la temperatura corporal, la exudación, las grasas, la textura de la piel y otros datos que diferencian a la gente en su trato con las pantallas táctiles. "Nuestros dedos son mudos", Martha extendió las manos.
Tenía una piel muy parecida a la de Jaime, casi translúcida, llena de rayitas. Él la tocó, formando una mancha rojiza en la otra piel. Esto no representó una caricia, sino una constatación médica. Estaban en un hospital.
"La primera vez que no pude activar una pantalla pensé en ti", prosiguió Martha. ¿Recordaba tan bien su epidermis o sencillamente lo consideraba impedido para el tacto? "Los inventores de las máquinas no consideraron que hay gente como nosotros. Por eso necesitamos traductores. Por cierto, ¡qué guapo es tu primo!".
Entonces, Jaime reparó en lo hermosa que era Cecilia. "¿Crees que se gusten?", preguntó Martha. Durante un rato hablaron del posible romance entre las personas que les prestaban su piel para expresarse ante las máquinas. Ese tramo de la conversación transcurrió con una fluidez que perdieron al volver a sus propias vidas.
"Los cajeros son como el oráculo de Delfos", opinó Martha. Jaime pensaba lo mismo, aunque por otra causa. Consultar su saldo representaba para él un dramático acto de adivinación.
"Nos discriminan: hay pieles que no dan órdenes digitales", dijo Martha con tristeza.
Treinta años atrás, la imposibilidad de su romance no había dependido del deseo sino de la voluntad. Se gustaban, pero no encontraron la forma de vencerse a sí mismos. Ahora una máquina los declaraba ineptos.
¿Podían desandar ese camino? Jaime concibió un estrepitoso affaire hospitalario, pero recapacitó en el acto. No podían hacer eso; sus parejas estaban postradas en camas ortopédicas, la infidelidad representaba en ese momento una crueldad postoperatoria.
Mi amigo se sintió como en un verso de José Gorostiza, "sitiado en su epidermis". La pantalla del cajero automático revelaba las limitaciones de su piel, una piel que no comunica.
Se despidió de Martha, con la promesa de verse en la cena (ambos dormirían en el hospital). Fue al cajero dispuesto a hacer un extraño experimento. Pensó, con enorme concentración, en la piel de Martha. Activó la pantalla sin problemas. Su temperatura corporal aumentó al suponer que la opción "Retiro de efectivo" era un objeto del deseo.
Le dio gusto que sus dedos respondieran a su voluntad. ¡Tenía sangre en las venas! Luego le deprimió que eso sirviera para activar una pantalla.
En la cena ocurrió algo asombroso: también Martha había logrado que el cajero la obedeciera. "¿Qué operación hiciste?", preguntó Jaime, entusiasmado. "Consulta de saldo". Esto frenó el ímpetu de mi amigo: Martha hacía un balance mientras él buscaba recompensa inmediata.
La cena transcurrió con agradable incomodidad. Entre tanto, dos pisos arriba, los traductores digitales hacían el amor en el cuarto de las escobas. Jorge y Cecilia no estaban hechos para perder el tiempo.
Los nuevos novios quisieron celebrar su romance y la recuperación de los enfermos con una cena, pero Martha y Jaime declinaron.
Antes de abandonar el hospital, mi amigo consultó su saldo. La pantalla lo obedeció. Por desgracia, tenía menos de lo esperado.
El cajero es un oráculo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor, sean civilizados.