Las telenovelas son historias de amor atravesadas por infinidad de obstáculos que al final se resuelven, planteadas en términos de héroes y villanos, de ricos y pobres, de bueno y malo, es decir, de contrastes perfectamente marcados.
Hace unos años, empezaron a “actualizarse”, no en su tema ni en su formato, que son siempre idénticos, pero sí en su producción y en ciertos contenidos. Ahora se hacen con más cuidado, sobre todo en lo que tiene que ver con los escenarios. Hay más historias a seguir, no una sola. Y además, han comenzado a aparecer algunas cuestiones que antes ni en sueños, como el trabajo (ya hay oficinas y empresas); el aborto (aunque causado por caídas o accidentes); la homosexualidad y los personajes diferentes (gordos o chaparros, si bien como bufones o motivo de burla) e incluso asesinatos. Poco a poco se han ido rompiendo los límites temáticos tradicionales. Por ejemplo, en Cuna de lobos, la famosa Catalina Creel echó por tierra el mito alimentado por el cine mexicano de que la madre es siempre buena y sacrificada y nos presentó a una capaz de odiar y hasta de matar a sus hijos.
Por supuesto, hay fronteras que se mantienen: la política y el ejército, por ejemplo, no existen. Los problemas en las ciudades y el campo tampoco. Cuando tienen que aparecer policías o ministerios públicos son ordenados y cumplidos, como quisiéramos que fueran. Y, sobre todo, no se meten con la religión y la Iglesia, a menos que sea para ensalzarlas. Cuando quisieron hacer lo contrario, empresarios del tamaño de Lorenzo Servitje se opusieron y eso se detuvo. Y es que la idea que subyace al género es el de ser un espectáculo en el que se defienden valores y se exaltan virtudes, por eso los malos siempre reciben su castigo y los buenos (y bellos) su recompensa y su final feliz.
De allí que sorprenda que desde hace un par de años, las telenovelas hayan empezado a dejar colar la sexualidad explícita y, más que eso, la pornografía. Lucero, esa niña a la que vimos crecer ante nuestros ojos, hizo algunas escenas fuertes en Soy tu dueña, pero en Amores verdaderos, las escenas de la venezolana Marjorie de Sousa alcanzan de plano clasificación triple equis y no le piden nada a revistas como Playboy.
Decir esto no tiene que ver con apelar a que exista censura ni con pretender volver a los tiempos en que grupos conservadores pretendían impedir un concierto de Madonna o un programa de Cristina, y que incluso consiguieron tronar a una empresa de televisión porque pasó testimonios del abuso sexual cometido por Marcial Maciel. Tampoco tiene que ver con la moral, porque ésta, ya se sabe, es definida por cada quien de otra manera. Decirlo tiene que ver solamente con una cosa: negarse a que nos mientan.
Me explico: las telenovelas son productos de los que nosotros, como consumidores, esperamos algo. Como lo esperamos de cualquier producto: sea un libro, un platillo, una tela, una máquina.
Lo prometido para las telenovelas es una narración que sigue ciertas convenciones temáticas y formales, de modo que si nos dan otra cosa, tenemos derecho a quejarnos.
Es un derecho del televidente saber lo que le van a dar y decidir si eso es lo que quiere recibir. Existe la libertad para ofrecer todo tipo de productos y también existe la libertad para elegir el que queremos adquirir. Además, cada producto tiene su lugar adecuado y las telenovelas no son lugares para pornografía. No es un tema de moral, es un tema de derechos del consumidor y de respeto a las reglas del juego de la sociedad en que vivimos.
sarasef@prodigy.net.mxwww.sarasefchovich.com
Escritora e investigadora en la UNAM
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