Como señal ominosa, la provocación que se montó en el DF se ha cernido sobre el nuevo gobierno. La expectativa de cambio que genera el inicio de una nueva administración con alternancia se ensombrece y genera escepticismo.
La parafernalia que rodeó la presentación del gabinete, el traspaso de poderes y el anuncio de sus primeras acciones —algunas de las cuales no pueden desestimarse— trajeron a la memoria la vieja retórica priísta; al igual que la firma del llamado Pacto por México, elaborado en privado por las burocracias partidarias, trajo a cuenta los pactos cupulares promovidos por Miguel de la Madrid.
Con todo, y pese a que la tentación de volver al pasado subsiste, no se puede plantear que se trata de un vuelco automático. Por el contrario, pese al fracaso de las administraciones del PAN, el país cambió, existe una ciudadanía cada día más exigente y demandante, y una oposición creciente y organizada, que mayoritariamente no votó por el actual gobierno.
Pero también hay que asumir que las reglas tradicionales del priísmo cambiaron, como lo demuestra la designación de su candidato y la campaña electoral, que no derivó del designio presidencial ni del acuerdo simulado de sus sectores, sino de una coalición política que implicó el realineamiento de los grupos internos en el PRI, particularmente de los gobernadores, y el establecimiento de alianzas y compromisos con los poderes fácticos desencantados con el panismo.
Así, arriba al gobierno una coalición de intereses políticos y complicidades económicas, y con ella un grupo político diferente del priísmo tradicional, que ha acreditado su peculiar estilo de gobernar en el Estado de México, cuyos primeros indicios cobran forma en la composición del gabinete, donde la coalición de gobernadores priístas asume el control del aparato político y la fuerza pública; ese grupo mantiene el control de las finanzas públicas, y los mexiquenses, que hicieron lo propio en la entidad, se ubican en las áreas donde habrá grandes negocios.
Son indicios también los cambios que se promueven a la administración pública federal, que busca el rediseño y concentración del poder público, como se propone en la Secretaría de Gobernación, donde, a contracorriente de lo que sucede en el resto del mundo, se busca que asuma las funciones de gobierno interior, seguridad pública y coordinación de las áreas de inteligencia para la seguridad nacional, lo que crea un conflicto de competencias en tanto que la autoridad responsable de velar por las garantías de los ciudadanos asumiría el mando de la Policía Federal encargada de imponer el orden.
Lo mismo sucede con la Secretaría de Hacienda, que con la desaparición de la Función Pública asumirá el control del ingreso y del gasto públicos, así como de su fiscalización, lo que constituirá un poderoso instrumento de control sobre los estados y municipios; con la Secretaría de Desarrollo Social, que pretende subsumir las políticas sobre mujeres, jóvenes, pueblos indígenas y grupos vulnerables al manejo corporativo de los programas sociales, y con la Secretaria de Desarrollo Agrario, que pretende consolidar el gran negocio de la especulación con el suelo ejidal.
Ocurre igual con el Pacto por México, en el que dirigentes de partidos se comprometen —entre otros asuntos— a establecer un código penal único para el país, lo que además de vulnerar la soberanía de los estados conculcaría derechos como los alcanzados en el DF, penalizando nuevamente la interrupción del embarazo, cediendo a las presiones de los sectores más conservadores del país.
Un gobierno con vocación democrática debe impulsar cambios para consolidar instituciones que favorezcan procesos orientados al mantenimiento del consenso social y no del interés propio o privado, que existan contrapesos que permitan regular el ejercicio del poder en función del interés colectivo y el ejercicio de las libertades.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, sean civilizados.