Cristina Pacheco |
Flores amarillas
—¡Válgame, Dios santo, parece un basurero! –dice al ver entorno a la fosa de Marcial restos de comida, envases de cartón, cajetillas vacías de cigarros–. En estos tiempos todos, vivos o muertos, andamos en la pura mugre.
Rebeca deja sobre la tumba, alta y de granito, los útiles de limpieza y un ramo de cempasúchiles. Tañe la campana de la iglesia. Cascada y sorda, apenas sobresale entre el rumor de los camiones y automóviles que transitan por la avenida próxima: «Ni los muertos se escapan de tanto ruido que hay en todas partes», piensa la viuda.
Del fondo del panteón se levanta una densa humareda. Rebeca estira el cuello y alcanza a ver a dos hombres que convierten su carretilla en mesa. Se disponen a almorzar, rodeados de coronas y ramos marchitos. No muy lejos están los restos de una caja mortuoria: entre sus grietas crecen las maravillas.
—Mientras uno viva, quiera o no, al cuerpo hay que alimentarlo –dice Rebeca sin fijarse en que repite las palabras con que su madre la animó durante las primeras semanas de su viudez, cuando ella gritaba: «mejor quiero morirme».
El recuerdo de su dolor la hace avergonzarse de su lozanía y de redondez que ha adquirido su cuerpo. Según sus familiares, la hacen verse «hasta guapa». Sobresaltada, se vuelve a mirar la tumba de Marcial: hoy le parece demasiado pequeña para el recuerdo que guarda de su esposo: alto, corpulento, moreno.
—Desde que se puso malo, se hizo chiquito –dice la viuda quitándose la tela negra que cubre su cabeza.
Hincada, retira los abrojos que ocultan la parcela donde reposan los restos de Marcial. En su memoria se aclaran ciertos recuerdos, ciertas imágenes fugaces.
—Enfermo como estabas, no perdiste la fuerza, mi pobrecito. Acuérdate de que todo el tiempo querías que m'estuviera en tu cama... –Rebeca siente la tierra desmoronarse entre sus dedos, percibe su sequedad, su aridez–. Los hombres son así, o a lo mejor nomás tú... Ay, viejito, si yo hubiera estado tan mala como tú, ya mero que iba a pensar en esas cosas...
—¿L'ayudo, patrona? –Al escuchar la voz Rebeca lanza un grito. A contraluz no puede distinguir las facciones del hombre que se toca el ala del sombrero para saludarla y le pregunta–: ¿Se asustó? Qué dijo: «ya vino el muerto».
—No, es que...
—No s'espante, lo difuntos no vuelven, no hablan. No tenga miedo. Estoy tan vivo como usté. Vine porque la vi trabajando solita y eso de cuidar las tumbas es mi chamba.
Con la punta del pie el hombre remueve unos terrones.
—Újule, si está bien seca... necesita por lo menos cuatro baldes de agua para que se refresque...
Rebeca cree adivinar un reproche en las palabras del camposantero y mientras remete la falda entre sus piernas asegura:
—No había podido venir. Vivo muy lejos y luego, con la chamba, apenas si me alcanza el día...
—Así es la cosa, no se fije ni tampoco se apure: los muertos están tranquilos, no tienen prisa de nada... ya llegaron a lo suyo. En cambio a uno siempre lo viene correteando la vida... y esa sí tiene prisa –Rebeca se siente perturbada por las palabras del hombre, que parece entenderlo todo de una manera muy sencilla–. Y así como le pasa a usté, le sucede a todo el mundo. ¿Le traigo el agua? Esa cubetilla de usté no sirve... mejor acarreo con mis botes.
Antes de que la viuda pueda responder el camposantero se aleja. El sol hace brillar los botes de hojalata. Deslumbrada, Rebeca reemprende su trabajo. Al fin mira la fosa limpia, retrocede y contempla aquel pedacito de tierra sin encontrar respuesta para las preguntas que se le agolpan en la cabeza y que el camposantero, ya de regreso, parece adivinar:
—Allí acaba todo, patrona. Somos poquita cosa ¿no? Lo mira uno y dice: caray, para esto tanto relajo. Hágase para allacito, no la vaya a mojar.
Rebeca se aparta. Oye el ruido del agua que cae. La envuelven el aroma de la tierra mojada, la frescura. Sobre su espalda el sol comienza a calar.
—Por eso digo yo –continúa el hombre–: mientras estemos aquí hay que pensar como vivos y darle gusto al cuerpo. Luego, ya nada sirve. La vida es como esas flores: se marchita y de uno no queda nada.
—Ay, Dios, ¿qué no es usted católico? ¿Qué no se apura por su alma?
—La verdá, nunca la he visto –dice el camposantero en tono reflexivo; se apoya en su pala–. En cambio, sé que estoy vivo. ¿Cómo?, por ejemplo, porque me puse contento de verla aquí, solita. Es más, pienso que ese gustito es el alma...
Rebeca no contesta. Pone las manos sobre la tierra húmeda. Mira el ramo de flores... se da cuenta de que ahora son de un amarillo intenso.
Leído en http://literatura.elbajio.com/literatura/prosas/crispach002.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, sean civilizados.