Primer caso. La escritora más famosa -y rica- del planeta publica una ácida comedia suburbana que en nada recuerda a sus obras anteriores, dedicadas al público infantil. La expectación es inmensa: sin atreverse a decirlo, los críticos esperan su fracaso con la misma impaciencia de los fanáticos que se plantan en las librerías por un ejemplar de Una vacante imprevista. Como se esperaba, las reseñas resultan condescendientes cuando no demoledoras. Su autora, coinciden, tuvo un golpe de suerte con Harry Potter, pero sus recursos literarios no alcanzan para una empresa más seria (y aun así, vende millones). Entonces J.K. Rowling decide escribir una novela policíaca con un seudónimo celosamente custodiado. Desprovista de la fama asociada con su nombre, The Cukoo's Calling, firmada por un tal Robert Galbraith, recibe elogiosas críticas y vende unos 1500 ejemplares. Prevenida por un tuitanónimo, la presa la desenmascara (y el libro pasa a ser número 1 en Amazon).
Segundo caso. Uno de los cineastas mexicanos más apreciados, capaz de convertir sus obsesiones en tramas tan deslumbrantes como rentables, realiza la película de mayor presupuesto de su carrera, un blockbuster de los grandes estudios para la temporada de verano. Tras haber trasladado sus historias delirantes y oscuras a otros proyectos hollywoodenses, y de tramar al menos una pieza perfecta -El laberinto del fauno-, la expectación en torno a su nueva aventura es enorme. Al final, Pacific Rim resulta lo anunciado: un banal blockbuster para el verano. Aunque los críticos intentan hallar algún toque personal -el cameo de sus actores-fetiche-, el abrumador espectáculo de robots contra godzillas podría haber sido dirigido por cualquier otro director. De Guillermo del Toro, poco más que su nombre.
Tercer caso. Se cumplen diez años de la muerte del escritor en lengua española más apreciado por la crítica y más venerado por los lectores del orbe desde García Márquez. Alguien que, tras la publicación de una decena de textos en sus últimos años de vida, se convirtió en un autor de culto entre los jóvenes latinoamericanos y luego en un gigantesco fenómeno de mercado. Traducido por doquier y representado por el agente literario neoyorquino más conspicuo, Roberto Bolaño dejó de ser el escritor marginal de su juventud, cuyos fracasos generacionales tan bien retrató en Los detectives salvajes, para alzarse como un icono global. Apenas sorprende que quienes lo alabaron por ser un "escritor para escritores", un autor secreto, apreciado por unos happy few, sean los mismos que ahora lo menosprecian por encarnar lamainstream.
Si bien estos casos no tienen otro vínculo que la coincidencia temporal que los amalgamó en la prensa en estas semanas, pueden ser vistos como pruebas de la tensión entre la marginalidad y el centro que persiste en todas las áreas de nuestra cultura capitalista. Pese a las acusaciones de sus detractores, ninguno es un "producto del mercado": J.K. Rowling era una desempleada que escribió el primer volumen de Harry Potter en un café, a Del Toro le costó un ingente esfuerzo financiar su primer filme y Bolaño pasó largos años participando en concursos para publicar sus primeras narraciones. En los tres, el ascenso a la fama fue tan inesperado como merecido: dígase lo que se diga, Harry Potter contiene un mundo imaginario fabuloso, las negras fantasías de Del Toro están llenas de sabiduría y Los detectives salvajes y 2666 son las mejores respuestas a las novelas del Boom.
No obstante, al transitar de los márgenes al centro, estas obras no han podido escapar a la condición de mercancías de consumo global, para desazón de sus primeros fanáticos. Una vez allí, la maquinaria diseñada para acentuar su éxito resulta imparable: en cuanto un producto cultural produce millones de dólares, escapa al control de sus artífices (y se convierte en blanco de los exquisitos que creyeron descubrirlo). Aunque la codició, Bolaño no tuvo ocasión de padecer las desventuras de la fama, pero Del Toro y Rowling han tratado de enfrentarse a ella con distintas estrategias. El primero ha combinado sus proyectos más personales con sus incursiones hollywoodenses, en tanto que, al crearse un seudónimo, Rowling pretendió volver al anonimato de sus inicios.
Al final, sus intentos demuestran que, si se busca permanecer dentro del sistema, huir de la telaraña es imposible: la mayor paradoja de esta historia es que justo los creadores que más se han empeñado en retratar los márgenes de nuestra cultura -la magia y los monstruos infantiles o la bohemia artística latinoamericana- hayan terminado absorbidos por ese centro que tanto parecía repelerles. El cliché tiende a confirmarse: quienes habitan las orillas aspiran con todas sus fuerzas a viajar al centro y quienes han llegado al centro no hacen sino producir obras que reflejan su nostalgia por ese pasado marginal, sólo para que sus publicistas procedan a venderlas como modelos de integridad artística.
Twitter: @jvolpi
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