A Enrique Peña Nieto le ha importado más defender la legitimidad histórica de su propuesta que su pertinencia económica o sus beneficios sociales. Para impulsarla en la opinión pública y en el Congreso ha insistido que es fiel a nuestra historia.
Que no deshonra al general, sino que, en realidad, le rinde homenaje. El gobierno se siente orgulloso de ofrecernos una iniciativa que es literalmente restauradora. Recuperar cada una de las palabras que, en tiempos de Lázaro Cárdenas, tenía la Constitución en el apartado petrolero.
No se preocupen, nos dice su gobierno: sólo estamos quitándole a la Constitución los añadidos posteriores al gobierno del Tata. La reforma constitucional que proponemos consiste en ... volver a principios de los años cuarenta.
Ya lo han señalado varios comentaristas en los últimos días, pero tal vez valga la pena insistir en el despropósito de la argumentación oficial. El discurso gubernamental coloca el debate en el peor sitio posible. Resaltar una supuesta fidelidad histórica es desenfocar la urgencia de poner al día nuestra industria; es perder de vista el deber de terminar con nuestra injustificable excepcionalidad.
El literalismo del gobierno es el intento de seducir a un muerto. Dice Peña Nieto que su propuesta rescata “palabra por palabra el texto del artículo 27 Constitucional del Presidente Lázaro Cárdenas”. ¿Y? ¿Qué importa eso? ¿Qué importa si la reforma peñista vuelve a la redacción vigente en tiempos de Lázaro Cárdenas? ¿Qué importa si se recoge la verdadera voluntad del general Cárdenas durante su Presidencia o después de haber dejado el cargo? Desde su campaña, el candidato priista pidió dejar atrás los tabúes que nos impiden comprender la condición de Pemex y que, sobre todo, nos paralizan para cambiarlo.
Ha creído su gobierno que, para romper el tabú, hay que cultivar el mito.
La invocación del general no solamente es un lance retórico reaccionario, sino es también torpe, ineficaz y tramposo. La intención evidente es desarmar a la oposición de izquierda y tranquilizar a los escépticos de su propio partido.
Resguardar su iniciativa de la acusación de ser una medida “neoliberal”. Difícilmente lo conseguirá pues se trata de una concesión en el plano exclusivo de la retórica (aunque ésta sea retórica constitucional).
Al soltar apenas la propuesta constitucional, pospone o, más bien, esconde, su verdadero contenido. Presentar la iniciativa constitucional sin el desarrollo de las normas secundarias es una manera de disfrazar la reforma. Empaquetar el cambio con una envoltura que no corresponde a su contenido y mucho menos a su propósito.
Es notable que el gobierno no asuma con seguridad la lógica de su propia iniciativa. El gobierno propone apertura, pero lo hace con una timidez que parece, más bien, vergüenza. Como si estuviera haciendo algo indigno que hubiera que esconder con invocaciones a lo sagrado.
Correspondía al gobierno ofrecer razones del cambio que propone. Defender su política sin simulaciones. Más que entregar símbolos para tranquilidad de los nacionalistas, el gobierno debía dirigirse, a mi juicio, a los críticos de nuestras aperturas fallidas.
Esa es la historia a la que cualquier apertura tiene que dar la cara. Más que decirnos por qué esta política se parece a la cardenista; nos debe explicar porqué no se parece a la salinista.
La súbita devoción cardenista del Presidente es muy poco persuasiva y, sin ser adorador de los santos, he de decir que también resulta ofensiva. ¿Pretende convencer a alguien de que la reforma que el gobierno diseña es realmente de filiación cardenista? ¿De verdad cree el gobierno que la simple alusión al expropiador es suficiente para conseguir el apoyo de la izquierda y prolongar el abrazo del consenso?
El asunto no es simplemente la falta de ideas, de solvencia argumentativa o de honestidad intelectual. El empaquetado de la propuesta da cuenta del temor presidencial por confrontar, la indisposición para la confrontación constructiva. Peña Nieto quiere agradar a todos y, ante todo, conservar la balsa consensualista.
El Presidente es un reformista vergonzante porque no asume la carga que conllevan las reformas. En efecto: si no hay reforma profunda sin adversarios poderosos, la ilusión del consenso perpetuo es, en el fondo, expresión de un miedo p reservacionista.
Los conservadores están convencidos de que la única política válida es la que declara su lealtad al pasado. La sabiduría de los muertos debe tener preferencia sobre los impulsos y las razones de los vivos. Pero la repentina fidelidad histórica de Peña Nieto no corresponde a la entendible prudencia del conservadurismo auténtico, sino a los temores de quien no tiene madera para la ineludible rivalidad.
Resulta evidente que al pragmático que es, le resulta ajeno ese afán de arraigar su política en la historia. Un hombre impermeable a la lectura es igualmente insensible a los llamados del pasado. Si el Presidente recurre a la historia es porque se aferra a la ilusión del consenso.
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