lunes, 19 de agosto de 2013

Giovanni Papini - Un emperador y cinco reyes

Giovanni Papini
1881 - 1956

Un Emperador y cinco Reyes

Dan Haag, 2 diciembre

Su Majestad Guillermo, Emperador y Rey, se ha dignado recibirme en su castillo de Doorn. Parece, al verle con aquella barba gris, un buen hombre que se ha retirado del mundo para vivir en paz, después de algunas desilusiones.

-Le he preparado una sorpresa -me ha dicho, apenas le hube presentado los indispensables homenajes-, una gran sorpresa. Ha llegado en un día poco común. En mi salón hay ahora una reunión de reyes. Encontrará allí una pentarquía de soberanos. Me hace el efecto de que es usted un hombre de suerte. En América ciertos encuentros deben de ser mucho más raros.

Y Su Majestad sonrió cordialmente, sin sombra de malicia.



-Debo advertirle, sin embargo, que de los cinco no todos son verdaderos monarcas de corona. Uno fue arrojado por una revolución porque era demasiado débil; el segundo fue derribado del trono porque era demasiado absolutista, el tercero abdico porque el poder le aburría; pero el cuarto es un célebre actor trágico que ha recitado siempre la parte de rey en los más grandes teatros del mundo, y el último es un simpático loco cuya única locura es creerse rey de no sé qué reino. Los cinco merecen, sin embargo, ser conocidos. Venga.

El Emperador y Rey, precedido de dos criados, en gran librea y seguido de su ayudante y de mí, entro en una bella sala donde cinco personas, al verle aparecer, se pusieron en pie y se inclinaron profundamente.

-Continúen su conversación -dijo benignamente Su Majestad Guillermo-. Venimos única y exclusivamente para escuchar.

-Vuestra Majestad -contestó el más venerable de los cinco- es demasiado bueno y no nos resta más que aprovechar la graciosa orden salida de su boca. Yo estaba precisamente diciendo que un rey que ejerce su oficio de monarca únicamente en ciertas solemnes circunstancias y con las palabras más bellas y elocuentes que los humanos oídos puedan oír, es mucho más afortunado y feliz que aquellos que se ven obligados cada día y en todo momento a ejercer sus augustas prerrogativas.

- ¡Nada de eso! -interrumpió el más joven de los cinco-. Dejadme hablar, que conozco por experiencia la altura de nuestra dignidad casi divina. El hecho es que una conjura de extranjeros me tiene todavía apartado de mi pueblo, pero no me impide que sienta en toda su plenitud la voluptuosidad y la responsabilidad del poder. Un rey debe ser siempre rey, y rey en todo el magnífico sentido de la palabra, incluso cuando fuma su cigarro o pide un pañuelo. Luis XIV ha dado para siempre al mundo el modelo del héroe como rey.

-Justísimo -interrumpió otro-. Y de hecho, en los años de mi reinado, me conformé a ese principio. Quise incluso elevar la monarquía a su antiguo esplendor de potencia indiscutible e integral. Tuve ante los ojos no solamente a Luis XIV, sino también a Constantino y a Carlomagno, Pedro el Grande y Federico II. El rey debe estar circundado de todos los prestigios de la magnificencia y no debe ceder un átomo de aquellos privilegios que Dios le concede para bien de los pueblos. El pueblo es un muchacho loco y ciego y debe ser guiado con mano firme por un padre amoroso a la vez que severo. No se recogen más que ingratitudes. La plebe insolente, sojuzgada por agitadores todavía más insolentes, se sublevó con un pretexto ridículo y, no obstante el heroísmo de mis gentiles hombres y de mis soldados, he tenido que desterrarme.

-Mi caso -intervino otro, de plácido y señoríal aspecto- es un poco divertido. Yo me ilusioné pensando que era mejor ser amado que temido, y fui incluso demasiado condescendiente ante los mudables caprichos de mi pueblo. Visité a los humildes, gasté mi lista civil en beneficencia, protegí las artes, viví con una sencillez espartana. Si me pedían una reforma de la Constitución, la concedía sin inútiles puntillos; si querían tres habitaciones en vez de dos, les concedía una casa entera; si deseaban el sufragio universal yo lo extendía también a las mujeres y a los menores. Pero nada me valió. Envalentonados con mi dadivosidad -que confundieron con la debilidad- ¡llegaron un día hasta a pedirme la dimisión de rey! Naturalmente me negué, e instantáneamente estalló una revolución que me obligó a retirarme.

-El más cuerdo -comenzó diciendo el último- he sido yo. Hasta mi juventud había tenido una gran idea de la monarquía. Veía en mi imaginación a Alejandro Magno en medio de su corte barbárica, joven, bello y victorioso como un dios; veía a Salomón el Sabio en su templo de oro, rodeado de guerreros de las guerras de David, acogiendo con rostro impasible los tributos de Ofir y las princesas de Etiopía; veía a san Luis de Francia, que vivió como un asceta, combatió como un héroe y murió como un santo. Y creía, como hoy todavía creo, que los reyes son necesarios a los pueblos como los padres a los hijos y que su misión es la de ser la personificación mística y gloriosa de la grandeza de una nación. Apenas llegué a rey me di cuenta de que la realidad moderna es muy diferente. Los pueblos ya no tienen el sentido religioso de la monarquía, no ven ya en el rey a su protector natural, su cetro luminoso, su símbolo casi sobrenatural. La baba del setecientos ha ensuciado el alma de los simples y envenenado la de los Intelectuales. Y los mismos reyes ya no tienen la altiva pero justa seguridad que hacía de ellos los jefes auténticos y venerados de un pueblo y no los primeros empleados de la burocracia democrática. El último rey que intentó encarnar el antiguo personaje en medio de la decadencia moderna fue Luis II de Baviera, pero se volvió loco o creyeron que se había vuelto loco. Para no incurrir en la misma suerte, después de algunos años de experiencias humillantes y de diarias desilusiones, abdiqué como Diocleciano y Carlos V y ahora contemplo el mosaico de la tierra con los ojos de un estoico y el corazón de un cristiano.

-¡Cobardía! -exclamó la víctima de la conjura-. Un verdadero rey no debe abdicar más que en el lecho de la muerte.

-Pero yo -contestó el acusado- no he querido ser más rey precisamente porque tenía una idea demasiado alta de mi misión y he tenido que reconocer que en nuestros tiempos, infectados por la gangrena de la civilización igualitaria, no podía cumplirla honradamente.

-Si la realidad es desagradable -dijo el primero que había hablado- hay el refugio de la fantasía y del mito, donde ninguna revolución es posible y del que ninguna fuerza humana puede desterrar. El rey es una obra maestra de las edades heroicas y poéticas y puede vivir ahora únicamente en el arte.

-No estoy de acuerdo -afirmó orgullosamente el rey desterrado por la sublevación-. Esta época inmunda no puede ser nada más que un paréntesis en la historia de la Humanidad. Aleccionados por la experiencia, asqueados de las diversas locuras modernas, los pueblos volverán a nuestros pies, nos convocarán como salvadores y otra vez volveremos a ver los tronos resplandecientes del Rey Sol y del gran Federico.

-Admiro su optimismo -exclamó el rey arrojado por demasiada bondad-, pero no veo ninguna señal de reacción. Los modernos han perdido de tal manera el respeto hacia el hombre regio, que hablan, sin avergonzarse, de un Rey de la Goma o de un Rey de los Pucheros. Y hay, como usted sabe. las Reinas de la Playa y las Reinas del Mercado. Me parece comprender que la demencia de los hombres es progresiva e incurable. Únicamente un cataclismo histórico, que no tengo valor para desear a mis semejantes, podría conducir a la restauración de los Estados perfectos donde el rey era considerado como mandatario de Dios y pastor absoluto de los pueblos.

Todos callaron, esperando la opinión del dueño de La casa. Los cinco reyes, pensativos y solemnes, parecían haberse petrificado en la meditación. Finalmente una puerta se abrió y aparecieron dos criados. Y todos, en procesión, bajamos al parque, entre los robustos árboles pacientes y silenciosos. El Emperador y Rey miraba con mucha atención los rostros de sus colegas auténticos y postizos. Luego se volvió hacia mí y me dijo en voz baja:

-En verdad, el que tiene más el aspecto y el empaque de un rey es nuestro famoso actor trágico. ¿Es que la poesía, como ha dicho Goethe, es más verdadera que la verdad?

Tomado del  Gog




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