Los bloqueos realizados en la Ciudad de México por los maestros de la CNTE son los ejemplos más recientes del síndrome del 68. El jefe de Gobierno planteó el dilema: caos o derramamiento de sangre
El síndrome del 68 se originó 45 años atrás. El gobierno reprimió violentamente a los estudiantes y confundió, en la práctica, la aplicación de la ley con la represión.
No era la primera vez que ocurría. Pero los estudiantes muertos (alrededor de 40), el hecho de haber sucedido en Tlatelolco y la repercusión internacional, le imprimieron un sello extraordinario al 2 de octubre.
Sin embargo, el síndrome no se expandió de inmediato. Luis Echeverría -venerado por López Obrador- reprimió violentamente, con cuerpos paramilitares, a los estudiantes el 10 de junio de 1971. Hubo, de nuevo, muertos y heridos.
Y posteriormente, durante todo su sexenio, Echeverría libró una guerra secreta, pero efectiva, contra organizaciones guerrilleras, tanto en la ciudad como en el campo. Con los consecuentes muertos y desaparecidos.
¿Cómo definir entonces el síndrome del 68 y a partir de cuándo se expande? El síndrome puede definirse como la incapacidad o el pavor de aplicar la ley utilizando la fuerza legítima del Estado. Esto es, confundir -sin más- el ejercicio de la fuerza con la represión.
Los ejemplos se han multiplicado a través de los años. El 1994 el gobierno de la República pactó con el EZLN, otorgándole una serie de concesiones que violaban la ley: la portación de armas de uso exclusivo del Ejército y el control de territorios, donde los guerrilleros se convirtieron en autoridad.
Ernesto Zedillo enfrentó, toda proporción guardada, el mismo dilema: en 1999, frente a la toma de la UNAM por un grupo minoritario de estudiantes que protestaba contra la reforma impulsada por el rector Barnés, el presidente de la República permaneció inmovilizado nueve meses. Su argumento recurrente era que no reprimiría a los estudiantes.
A principios de su sexenio, Vicente Fox fue incapaz de enfrentar y contener a "los macheteros de Atenco", que se oponían por todos los medios a la construcción de un nuevo aeropuerto.
Y en 2006, el gobierno federal toleró la toma violenta de la ciudad de Oaxaca por la APPO durante seis largos meses. Fox argumentó, reiteradamente, que la aplicación de la ley tenía que ponderarse con la preservación de la paz social.
La toma del Zócalo y los bloqueos realizados en la Ciudad de México por los maestros de la CNTE son los ejemplos más recientes del síndrome del 68. El jefe de Gobierno planteó el dilema: caos o derramamiento de sangre, para justificar su pasmo. Y el gobierno federal, responsable último de la seguridad, hizo prudente mutis.
El dilema planteado por Miguel Ángel Mancera era y es completamente falso. De entrada, porque la confusión del ejercicio de la fuerza con la represión no tiene fundamento alguno, como no sea el síndrome del 68.
Pero además, porque el posterior desalojo del Zócalo, mediante el operativo de la Policía Federal y de la policía de la Ciudad de México, sin que hubiera derramamiento de sangre o uso abusivo de la fuerza, confirmó que se puede aplicar la ley sin caer en excesos.
Confirmación, por lo demás, que ya había ocurrido con el desalojo de los paristas de la UNAM por la Policía Federal, la madrugada del domingo 6 de febrero de 2000. Y que también ocurrió con la recuperación de la ciudad de Oaxaca por la Policía Federal Preventiva el 30 de octubre de 2006.
En todos esos casos, el uso de la fuerza pública se ajustó a los principios de racionalidad, proporcionalidad y congruencia, que ha estipulado la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
Con un agregado fundamental sobre la responsabilidad de las autoridades. La pasividad de un gobernador o del presidente de la República, cuando las movilizaciones y los plantones afectan derechos de terceros, puede tipificarse como una violación de los derechos humanos.
De hecho, la Suprema Corte de Justicia de la Nación sentó un precedente al fallar sobre lo ocurrido en Oaxaca en 2006. Su conclusión fue que sí se violaron los derechos humanos, pero no por las acciones de la Policía Federal en la recuperación de la ciudad, sino por el gobernador del estado que no tomó cartas en el asunto para proteger a los ciudadanos y restaurar el Estado de derecho.
En el caso de la Ciudad de México, la omisión del gobierno federal y del gobierno local podría tipificarse de la misma manera. Son responsables de la violación de los derechos humanos de todos aquellos que han sido afectados o lesionados por los plantones y las manifestaciones.
Con un agravante adicional: la resistencia a cumplir con sus obligaciones se procesó de acuerdo a dos varas y dos medidas. Cuando los afectados fueron los ciudadanos, Miguel Ángel Mancera pidió y exigió prudencia y tolerancia a los capitalinos.
Pero cuando el afectado por la toma del Zócalo se transformó en el gobierno de la República, ya que no podría celebrarse el grito de Independencia, y el Estado, ya que no podría realizarse el desfile del 16 de septiembre, se dio la orden de tomar el Zócalo.
Dicho de otro modo, el gobierno federal y el gobierno de la Ciudad de México velan por sus intereses y actúan con firmeza cuando estos son afectados, pero guardan prudencia y silencio cuando se trata de proteger a ciudadanos indefensos.
Para colmo, ese Estado indolente frente a las violaciones de derechos de terceros es el mismo que persigue con toda la fuerza de la ley a los contribuyentes que se retrasan en el pago de impuestos.
Y es el mismo que pretende cobrar mayores impuestos, cuando es incapaz de cumplir con las dos tareas fundamentales de cualquier Estado: preservar la seguridad de los ciudadanos e impartir justicia universal y expedita.
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