Señores legisladores y señoras legisladoras: volvemos a la pregunta que hace seis años se le hacía al entonces presidente Felipe Calderón: ¿El Estado mexicano está o no en guerra, lucha, combate —o como se quiera llamar—, en contra del crimen organizado?
Si la respuesta es afirmativa, como la realidad lo exige, entonces tendríamos que volver a preguntar: ¿Por qué el Congreso actúa como si nada sucediera, y qué razones hay para que no cuente con la información de inteligencia que debe proporcionarle Cisen, la Secretarías de Defensa, Marina, Seguridad Pública y la PGR?
La presencia en el Senado de personajes vinculados a la organización criminal Los Caballeros Templarios descubiertos por la excandidata del PAN al gobierno de Michoacán y hoy senadora, Luisa María Calderón, vuelve a poner en evidencia la desarticulación que existe entre instituciones estratégicas para frenar la penetración del narcotráfico.
Los senadores abrieron la puerta a los amigos y parientes de La Tuta por ¿ingenuidad, desinformación o porque desde adentro alguien les facilitó el acceso? El tema no es baladí, sobre todo porque la estrategia del crimen organizado no sólo consiste en vender droga o en contar con un arsenal superior al del Ejército, sino en escalar posiciones políticas, cada vez más altas.
¿Apenas nacieron ayer los legisladores o saben que muchos alcaldes y diputados de distintos Congresos responden a los intereses de los cárteles que patrocinaron sus campañas?
Extraña que, ante una evidencia tan brutal, el Congreso federal no haya sido el primero en desarrollar y aplicar un severo protocolo para que senadores y diputados tengan la seguridad de que no se van a sentar a escuchar y atender las peticiones de embajadores del crimen.
Si se mira bien, el hecho es muy delicado por indicar dos cosas: primero, que la delincuencia tiene más información que el Congreso. Es decir, losTemplarios estaban convencidos de que los senadores no tenían información sobre su existencia o modus operandi y que, en consecuencia, podían violar sin problema alguno los filtros.
En segundo lugar, el caso revela la sofisticación cada vez mayor de los cárteles. Ahora ya no sólo buscan dominar municipios, barrios, rutas o regiones, sino penetrar los Poderes de la federación.
Pero el caso obliga a otras reflexiones.
La senadora Luisa María Calderón sigue operando más con las vísceras que con la razón. Si, efectivamente, ella tenía conocimiento desde hace un mes de la presencia de Tito Fernández, supuesto integrante del grupo de La Tuta, y de otros delincuentes en el Senado de la República, ¿por qué no lo denunció?
La respuesta parece ser simple. Seguramente quería contar con alguna fotografía o grabación que le permitiera golpear a sus adversarios.
Sin embargo, si la más reciente información se confirma: la responsabilidad de haber introducido a los Templarios en el Senado no recae en algún priista —objeto de las pesadillas más amargas de la hermana de Felipe Calderón—sino en la senadora por el PRD Iris Vianey.
¿Y quién es esa senadora? Nada menos que una joven michoacana de Apatzingán, criticada por tener ciertas conductas frívolas como la de posar y subir fotografías al muro de Facebook para mostrar, por ejemplo, cómo “iguanea” —según sus palabras— en la Rumorosa de Baja California.
En redes sociales es frecuentemente criticada por estar más interesada en “iguanear” —ponerse al sol— que por tratar de resolver los serios problemas económicos y de seguridad que vive con severidad su estado.
La presencia, cierta o falsa, de Templarios en el Senado tendría que obligar a los mismos legisladores a construir, junto con el gabinete de Seguridad, algún tipo de estrategia para impedir que el crimen se infiltre y busque apoderarse de los centros neurálgicos de decisión política.
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