lunes, 4 de noviembre de 2013

Jesús Silva-Herzog Márquez - De emociones y premios

Hay un hueco enorme en el centro del proyecto liberal, dice Martha Nussbaum. Su técnica de los derechos se desentiende de la dimensión emocional del hombre. Su apuesta institucional no solamente es fría: también resulta, al final del día, ineficaz. Se deleita en abstracciones pero suele darle la espalda a la justicia real, ésa que podemos reconocer en la vida diaria. El liberalismo ha sido incapaz de palpar la dimensión pública del sentimiento o, más bien, ha tratado de separar a la política del peligro de las emociones. El divorcio no es inocente. Imposible avanzar en la equidad si la política se desentiende de esa dimensión, si no da la batalla contra el desprecio y la humillación; si no cultiva el respeto, la empatía, el patriotismo. En efecto, esas emociones, han de ser cultivadas, dice Nussbaum quien invita, efectivamente, a una política de amor. Ese es el argumento central de su nuevo libro titulado precisamente Emociones políticas. Por qué el amor importa a la justicia.




Martha Nussbaum ofrece una interesante guía para aquella efímera república amorosa, si es que alguien quisiera revivirla. Cualquier proyecto justiciero debe comprometerse con la transformación de la cultura política. Buscar valores compartidos: respeto por los otros, indignación frente a la injusticia, compromiso con la igualdad. La casa común, sugiere, no puede construirse exclusivamente con ladrillos racionales, filosóficos. Las leyes importan pero no bastan. Es necesario estimular el respeto, fomentar la cooperación, alentar sentimientos de reciprocidad. No puede asentarse la justicia en una tierra marcada por el resentimiento y el odio, el miedo y la desconfianza. Toda comunidad necesita ensanchar los territorios de la empatía si es que quiere realmente caminar hacia la justicia. Nussbaum desarrolla su argumento escuchando a Mozart, recitando poemas de Walt Whitman y Tagore, reflexionando sobre el sufrimiento de los animales y exponiendo las ideas de Rousseau y de Rawls. Una buena introducción al método Nussbaum: reflexión filosófica que se nutre de la literatura.

Esas emociones públicas valiosas que la comunidad ha de procurar no son silvestres. Corresponde al poder público cultivarlas y formar una auténtica religión cívica. El respeto a la ley no basta. Se requiere un ideal alto y exigente, un compromiso apasionado de los ciudadanos por el bien común. Una sociedad sin sentido de sacrificio se desmorona tarde o temprano. Se desliza así la convicción de que el Estado ha de fomentar una religión oficial de la que se desprendan ceremonias, deberes y liturgias. Los gobernantes han de recuperar la elocuencia para llamar a sus conciudadanos al sacrificio por los ideales más nobles; promover arte público, festivales para alimentar solidaridad. No me convence el argumento de Nussbaum sobre la inserción de las emociones en la vida pública y mucho menos su propuesta de edificar un Estado para la virtud. Confiarle al poder público el dictado de un arte noble o la definición de lo patriótico es-ya lo sabemos-una confusión aberrante. Esa frialdad liberal que tanto denuncia Nussbaum es, precisamente, una defensa vigente frente a esa tentación moralizante que termina siendo legitimadora, si no es que opresiva. Después de leer su libro sugestivo, desorbitado e inteligente sigo pensando que es sensato defender la muralla que separa lo institucional de lo personal. La representación política, por ejemplo, debe seguir siendo un encargo fundado más en el cálculo que en el cariño: un vínculo de utilidad, no de fe.

Pero en algo tiene razón Nussbaum: de una u otra manera las fuerzas políticas suscitan y cultivan emociones. Hay políticas de polarización y políticas de concordia; políticas del resentimiento y políticas de reconciliación; políticas para el aislamiento y políticas de incorporación. Lo pienso ahora al conocer la decisión del Senado mexicano de otorgar el máximo reconocimiento del Estado mexicano a un hombre que murió hace más de cuarenta años. No pongo en duda la contribución intelectual y democrática de Manuel Gómez Morin. Creo que hay que apreciar su humanismo técnico, su aporte la institucionalización de la diversidad. Creo que hay que leer su 1915 y sus cartas a Vasconcelos, pero darle una medalla a sus cenizas es un despropósito casi risible. ¿Y si se le diera mejor la Medalla Belisario Domínguez a Belisario Domínguez? ¿En 2014 le darán la medalla Belisario Domínguez a Netzahualcóyotl?

La presea del Senado se ha convertido en una especie de homenaje a muertos recientes y ahora a muertos remotos ¿No hay mexicanos vivos que merezcan el reconocimiento del Estado mexicano? ¿Tenemos que ir al panteón para hallar ejemplo? La medalla a Gómez Morin es una muestra, tal vez menor, tal vez insignificante, del nubarrón mexicano. Somos incapaces de apreciar nuestro mérito, de superar de las parcialidades hostiles y de escapar de la idolatría política. Aunque el Senado los desprecie, hay mexicanos ejemplares vivos.

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