Con las joyas llega el miedo a perderlas. El libro es un invento tan perfecto que desde el principio se temió que fuera a desaparecer.
Cada vez que gente culta se reúne, constata que los demás leen muy poco. Aunque esto ocurre en todos los tiempos y todas las latitudes, no deja de producir alarma.
Ninguna campaña en pro de la lectura es inútil. Sin embargo, esas cruzadas provocan un curioso efecto secundario en quien las emprende: de tanto hablar de libros, pierdes el ánimo de abrir uno.
Hay que ampliar el círculo de los lectores, pero también hay que confiar en la propia dinámica de los discursos de la letra, que resisten por su cuenta.
Los Evangelios fueron compuestos en una época de oralidad casi absoluta y se ocupan de un personaje cuyo único rastro de escritura fue una efímera frase en la arena. Nada parecería más frágil que esos testimonios. Sin embargo, su impronta se advierte incluso en quienes no los han leído y comentan a propósito de Lionel Messi: “Nadie es profeta en su tierra”.
Como Sócrates, Jesús requería de discípulos que tomaran apuntes. Uno de los episodios más interesantes de la recepción literaria es que, en una marea de textos, cuatro alcanzaron el rango de canónicos. No entraré en las razones teológicas o políticas que condenaron los demás evangelios al rango de apócrifos. Me interesan las razones literarias de esa elección.
Los Evangelios transmiten la “buena nueva” y siguen los preceptos del Espíritu Santo, más interesado en la fe que en la veracidad de los hechos. Estamos, pues, ante cronistas deseosos de captar una noticia trascendente. Ninguno de ellos firmó su manuscrito. La autoría es una atribución posterior. Las mismas razones que llevaron a considerar que esas versiones superaban a otras determinaron los nombres de los escribas (dos de ellos prestigiados con el rango
de apóstoles).
Los desconocidos autores de los textos utilizaron técnicas diferentes para comunicar su providencial noticia. Aunque toda interpretación acerca de su vida es especulativa, los escasos rasgos biográficos que se les atribuyen permiten imaginar a escritores con diversos puntos de vista.
¿Por qué elegir esas cuatro maneras de decir lo mismo? Más allá del contenido, los Evangelios representan los modos fundamentales de la crónica.
A partir de datos exiguos, podemos establecer conjeturas sobre las técnicas narrativas usadas por los testigos de Jesús.
Marcos, primer evangelista, usó una fuente básica: el apóstol Pedro. Su narración se basa en las acciones y escatima los dichos. “¿Por qué este acento puesto en las realidades vivas, en los actos, en los acontecimientos mismos más que en su explicación?”, pregunta el teólogo Patrick Fannon, y responde: “Seguramente porque las fuentes de Marcos se hallaban aún obsesionadas por la impresión de
lo ocurrido”.
Mateo narra con la técnica del testigo presencial: estuvo en los sucesos y no olvidó las palabras de Jesús. Mezcla de acontecimientos y declaraciones exclusivas, su Evangelio sería el más leído.
Lucas fue médico e historiador en Alejandría. A la distancia, reunió fuentes y testimonios dispersos para construir su historia. Testigo externo, es el único que presenta a Jesús rezando (los demás lo dan por supuesto).
Juan se aparta de los Evangelios anteriores, llamados “sinópticos”. La trama de la Pasión ya se conoce y él puede interpretarla en clave subjetiva (escribe 44 veces la palabra “amor”, por seis de Marcos). El favorito de Jesús escribe mucho tiempo después de lo ocurrido, reporteando su propia memoria y obedeciendo a sus sentimientos.
Cuatro maneras de recuperar lo real cristalizan en estos relatos perdurables: la fuente autorizada, el testigo de cargo, el investigador de datos sueltos y el cronista memorioso.
Simplifico al máximo textos que han dado lugar a bibliotecas enteras, convencido de que su atractivo tiene que ver con las visiones complementarias de un mismo acontecimiento.
La crónica contemporánea conserva esas técnicas fundadoras. En Relato de un náufrago, Gabriel García Márquez privilegia la estrategia de Marcos; en Memorias de Pancho Villa, Martín Luis Guzmán la de Mateo; en Che Guevara: una vida revolucionaria, Jon Lee Anderson la de Lucas, y en Ébano, Ryszard Kapuscinski la de Juan.
Ante la enésima profecía sobre la desaparición del libro, conviene recordar a los anónimos maestros que escribieron en un mundo sin lectores sobre un mesías casi ágrafo.
No es fácil ser el cronista de un milagro. No es un milagro menor que haya cuatro formas de contarlo.
Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=205755
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