Contestar el cuestionario Proust me pondría en aprietos. No tengo un color favorito, no sé cómo quiero morir ni sabría a cuál de mis defectos prefiero. Pero sí podría responder a la pregunta de la frase con la que me gusta identificarme.
Es una línea en los Pensamientos de Pascal que parece un trabalenguas: "el error no es lo contrario de la verdad; es el olvido de la verdad contraria". La idea me auxilia cada vez que me descubro paladeando la contradicción. Esto es así pero también puede ser de otro modo.
Esto es bueno pero será difícil. Le encuentro sabor a la paradoja, a lo asimétrico, a lo incoherente. Al terminar de escribir un artículo me queda siempre la sensación de que envío un texto irremediablemente cojo, que estoy diciendo la mitad de lo que quiero decir, que lo que he escrito requiere un complemento: el argumento contrario.
Por eso imagino el espacio de la colaboración periodística ideal: en una columna el sí (o el no), en la opuesta, el pero. "Desconfío de inmediato de mi deseo", escribió Montaigne en alguno de sus ensayos. Sabía bien que nuestros deseos -o nuestras ideas nos sobornan.
Para poder ver hay que sacudirse el influjo de la creencia, el cohecho de lo anticipado.
El abucheo y la porra, esas reiteraciones gregarias que nos encienden, no son la expresión elemental de la crítica sino su negación perfecta. Inercias del simplismo gratificante, repudios del matiz, estrangulamientos ruidosos de la voz individual.
Abundan las opiniones tajantes, satisfechas con la reiteración de sus certezas. Tal cosa es preciosa o espeluznante. Aquí están los patriotas y del otro lado los traidores. La simplificación se vuelve una rutina cómoda y un compromiso.
Esa lealtad es la peor de las trampas porque supone un deber de perseverancia. No puede mantenerse el sentido crítico si no se es capaz de desconfiar de lo que se ha dicho. Quien se aferra a sus juicios cierra los ojos al mundo para rendir homenaje a su congruencia.
Opinar es, apenas, ofrecer un ángulo para ver las cosas. Quien opina no pretende atrapar lo que ve, someterlo a su juicio, enjaularlo en su veredicto. Mucho menos reglamenta sus ideas futuras. Intenta solamente comunicar un punto de vista. El lujo del crítico es ver sin deudas.
Esa es también su responsabilidad. El crítico no escribe para mostrar lealtad a un partido, a un gobierno, a una Iglesia. Tampoco a una Idea. Por eso ha de mantenerse (en la medida de lo posible) igualmente libre de lo que pensó antes.
El peor tapaojos imaginable es nuestra pretensión de coherencia intelectual: someter la realidad al molde de nuestras ideas previas. La película que nos formamos de la realidad nos impide apreciar la realidad. Ver el mundo como la confirmación de lo sabido es dejar fuera la sorpresa, las refutaciones del presente, las réplicas de lo impredecible.
La independencia crítica no es solamente autonomía frente al poder sino también libertad frente a uno mismo.
Hablo de esto por el alfilerazo de un tuit. Qué difícil ser tú, escribió Fernando Hurtado tras leer mi artículo de la semana pasada. Hoy escribes todo lo contrario de lo que habías escrito durante un año.
No sé si ese lunes haya escrito la antítesis de lo escrito antes. Intenté, más bien, enfocar con otro lente. Pero lo que me interesa no es defender la coherencia de lo publicado, sino precisamente el derecho a ser inconsistente o, más bien, el deber de serlo.
¿No le sobra consistencia a nuestro debate público? Más que críticos tenemos opositores en lado y aplaudidores en el otro. Como los dos bandos en un estadio, el opositor es ciego al mérito y el aplaudidor sordo a la falla.
Campos ideológicamente herméticos, impermeables a los hechos, psicológicamente indispuestos a aceptar la naturaleza poliédrica de la realidad, habituados a la comodidad de su maniqueísmo.
No es difícil encontrar un ángulo diferente para volver a ver, no es doloroso aceptar lo imprevisto, no fastidia descubrir el error propio. Lo que debe ser, si no difícil, por lo menos aburrido, es abrir la ventana empeñado en ratificar lo que se sabe y abrir la boca para reiterar lo que se ha dicho.
La crítica vuelta cantinela. No envidio la obstinación de esos pensadores consistentes que no han cambiado de ideas ni de enfoque. La crítica se refresca al abrazar el argumento contrario, se oxigena al cuestionar sus intuiciones previas, se aviva en el hallazgo del matiz inadvertido.
El discurso de la obstinación, tan útil al sectarismo, no es solamente tediosamente predecible, es asfixiante.
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Twitter: @jshm00
Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=212228
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