viernes, 13 de diciembre de 2013

Juan Villoro - La esfera

La Ciudad de México es un bastión de la tolerancia: no sólo nos soportamos a nosotros mismos sino que soportamos al jefe de Gobierno.

Al compás de las fiestas navideñas, la imaginación popular encontró un apodo que rima con el apellido de Miguel Ángel Mancera. Le dicen La Esfera, porque está de adorno.

Si en los últimos 16 años la ciudad hubiera sido gobernada por el PAN o el PRI, Mancera pertenecería a cualquiera de esos partidos. Ajeno a una ideología precisa, se presentó como candidato del pragmatismo. Un grupo de simpatizantes lo apoyamos para que lo postulara el PRD porque prometía privilegiar la gestión por encima de la rivalidad entre las tribus.

Pero la ineficacia ha sido su signo.





Luego de arrasar en las elecciones (en gran medida por la valoración que tuvo su antecesor), quiso desmarcarse de Marcelo Ebrard. Esta lucha innecesaria lo distrajo de asuntos más urgentes.

En materia de cultura y política social ha sido el peor jefe de Gobierno desde que hay elecciones para el cargo. La corrupción ha aumentado (en Coyoacán, el delegado Mauricio Toledo ha roto el récord de cuestionamientos). Además, la ciudad se ha vuelto más insegura (supuestamente, ésa era la especialidad de Mancera).

La discusión en torno a los parquímetros recuerda a los escolásticos medievales que trataban de dilucidar cuántos ángeles cabían en la cabeza de un alfiler. Ante la ausencia de un buen plan para instalarlos, se recurre a consultas para responsabilizar a la ciudadanía de las variables soluciones.

En una ciudad donde el espacio público es expropiado con una cubeta, vale la pena regular el estacionamiento; pero esto debe ser un proyecto orgánico, con rendición de cuentas, no una estrategia negociable.

El rubro más cuestionado ha sido la actitud de Mancera ante las marchas. No se le pide que reprima sino que regule.

Durante décadas, el desafío de la sociedad civil ante un poder autoritario fue el de “ganar la calle”. Ese afán reivindicativo carece de sentido cuando la calle ya está ocupada. La misión progresista consiste en liberarla.

¿Puede alguien imaginar la angustia de un pasajero de ambulancia en la ciudad tomada? Es atributo de la democracia autorizar y programar las marchas para no agraviar a terceros.

La lentitud de la ALDF para resolver el problema llevó a que la Cámara de Diputados le diera madruguete con la Ley de Marchas, ahora impugnada por el jefe de Gobierno. Obviamente, la iniciativa del Congreso no estuvo libre de pifias. El panista Jorge Sotomayor propuso que los manifestantes se atuvieran a las “buenas costumbres”, criterio moralista que confunde la protesta cívica con la primera comunión.

Se debe legislar el uso de la calle, no el contenido de las protestas (que por definición se oponen a reglas imperantes). En lo que llega la ley, Mancera debería aplicar un recurso que por lo visto no es renovable: el criterio. Su inoperancia y su incapacidad de proponer una regulación propia dejaron la iniciativa a la Cámara de Diputados.

Después de su informe de gobierno reconoció que su primer año había sido “muy difícil”. Habló como testigo de los hechos, no como corresponsable de ellos. No le pedimos el milagro de que debute en la autocrítica, sino que actúe.

Concluyo con un ejemplo que define, en mínima escala, la gestión del DF. Hace cinco meses un coche (placas 196 SRM) fue abandonado en mi calle, con las cuatro llantas ponchadas. Según testimonio de los vecinos, los propietarios regresaron a sacar de ahí unos zapatos (señal de que necesitaban otro medio de locomoción).

El coche quedó a expensas del deterioro, la lucha de clases y la Virgen del Tránsito. Lo reportamos a Locatel y nos dijeron que no podían intervenir porque ellos se ocupan de unidades robadas. Hablamos a la delegación y nos informaron que sólo actuaban si el vehículo interrumpía la vialidad.

Por el declive de la calle, o porque alguien lo empujó, el coche tapó parte de mi entrada. Hablé de nuevo a la delegación. Quince minutos después llegó un policía de a pie, luego un motociclista y finalmente una patrulla.

El concilio de uniformados dictaminó que, en efecto, el coche era una molestia pública. Quedaron de pedir una grúa, que nunca llegó. Hablé tres veces más y repetimos el congreso policial. Como la justicia, la grúa era necesaria pero no apareció.

Entonces empujamos el coche de regreso.

Ahí sigue, ocupando espacio, como un monumento a la inexistencia de las soluciones.

No se necesita ser experto en árboles de Navidad para saber que el primer adorno que se rompe es una esfera.

Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=209531

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