martes, 28 de enero de 2014

Giovanni Papini - Los consejos de Hamlet

Giovanni Papini
1881 - 1956

Los consejos de Hamlet

Una noche, mientras caminaba a lo largo del río pensando en un sueño extraño, el príncipe Hamlet, que me honra desde hace mucho tiempo con su amistad, se colocó a mi lado y me dijo:

—Amigo, tu empiezas a estar enfermo podrido. Nadie se ha dado todavía el gusto de anunciártelo, pero yo no puedo prescindir de ello. No te toques la frente, no te vuelvas pálido. Aunque haya transcurrido mis mejores años en la triste Witenberg, no soy doctor. Pero percibo desde lejos el olor de esos morbos terribles de que no hablan los médicos de grandes barbas reflexivas. Tu mal está en el espíritu, amigo mío, y solamente en el espíritu. También yo hace mucho tiempo estuve enfermo bastante enfermo, y fue necesario una espada bien afilada y una bebida bien amarga para curarme del todo. Ahora, desde hace muchos siglos, tengo una salud perfecta y por eso, acaso, me divierto ocupándome de la salud de los demás. Esta noche me preocupa la tuya. Cúrate: te lo repito, estás gravemente, terriblemente, peligrosamente enfermo.






Dicho esto, calló y siguió andando a mi lado. Lo miré —¡qué delgado se ha vuelto el buen príncipe Hamlet!— y le dije:

—¿Y no puedes decirme, príncipe, cuál es mi mal, para que pueda librarme de él?

Hamlet se volvió y sonrió. Luego, con la mano —¡qué fría y leve era su mano!— me condujo hasta debajo de un farol. Y cuando estuvimos en el círculo rojizo se puso delante de mí, en plena luz, me miro a los ojos y dijo lentamente:

—Mírame: te pareces a mí.

Y desde aquel momento no he vuelto a ver más el rostro del príncipe Hamlet.

No te he vuelto a ver más, buen príncipe, pero muchas veces, en estas noches llenas de calor sensual y del perfume de la hierba segada, he pensado en tus últimas palabras; he buscado el mal que me hace parecido a ti, melancólico príncipe, y creo haber encontrado este pavoroso mal del que ni siquiera osaste pronunciar el nombre. En lugar de la espada y el veneno fue el que te mató enigmático Hamlet, y es que ese mal que nos hace hermanos en las noches solitarias en que vienes a visitarme y me dices con la voz velada aquellas cosas singulares y graciosas que no oyeron ni Horacio ni Polonio.

Y ese mal, Hamlet, ese terrible mal, ¿no es caso el pensamiento, no es acaso la reflexión de sí mismo? ¿Acaso no eres tú el melancólico, héroe de aquella familia de hombres que piensan en lo que quisieran y deberían hacer en lugar de hacerlo? ¿No eres acaso uno de aquellos espíritus cansados y afeminados que prefieren las palabras, que son hembras, a los hechos, que son machos?

Y ese mal, príncipe de Dinamarca, no solamente está incubando sus tóxicos en mi alma. No sólo yo, en esté tiempo y en está tierra, me parezco a ti, sino ¡cuántos alrededor de mí se nos parecen! Hay una tribu de Hamlets a los que todavía no se les ha aparecido ningún fantasma y no los espera ningún padre no vengado, pero que llevan en el espíritu, como tú, el sutil y terrible mal de la reflexión que lima y del querer que duda.

También en mí, también en ellos, como en ti, la pálida sombra del pensamiento decolora el rico tejido de la vida.

Pero tú te curaste con la muerte. Y nosotros queremos vivir, ¿sabes?, queremos vivir también con el pecho abierto, queremos vivir a marchas forzadas, a tiempo acelerado. ¡Una vida que no sea andar, sino correr, bailar, volar!

Yo no te he vuelto a ver más, buen príncipe, y sin embargo me parece que tú hablas, hoy, en mi corazón, por mi boca. Pero no podría jurarlo. Así como tú oscilas entre la angustia y la ironía, así yo sé decir si mi alma habla en ti o si la tuya habla en mí. Pero éstas son, sin duda, las palabras que debes decir:

¡Adelante, amigos, adelante! ¡Valor! ¡Vuestros hierros son bastante cortantes, vuestros instrumentos son lo bastante afilados! No os espantéis por un poco de sangre, no tembléis si vuestra alma gime un poco. Sin debilidades, amigos, sin miedo! Trabajad, escavad, hurgad, hacia el fondo, abajo, todavía más abajo, en lo profundo, en la más intima, profunda profundidad. No dejéis ninguna fibra cubierta, haced que no quede en un solo receptáculo intacto, un solo rincón oscuro. Buscad bien dentro, poned al descubierto toda herida, todo nervio fino y todo hueso duro. ¡No os detengáis en los huesos! Dentro del hueso algo vive, hay la sangre que corre, hay la pulpa y el meollo. No tengáis piedad, amigos, ninguna, ninguna, ninguna piedad Abrid vuestra alma y ponedla al sol. Aunque se vuelva árida, aunque arda no importa. Es preciso ponerse a uno mismo en exposición, a pedazos, delante de la gente. Sed, amigos, los cirujanos, los carniceros, los descuartizadores de vuestras almas.

Como el héroe de Terencio, que cada uno se atormente sin tregua a sí mismo. Como el Dios que se ofreció en holocausto, que cada uno se ofrezca a los demás como alimento. Que todos sepan, en la ciudad, en la patria e incluso fuera, incluso lejos si es posible, que en estos tiempos vamos a la iglesia a coquetear con Cristo o que hemos soñado en aventuras y viajes circulares e imaginarios. Hagamos saber al mundo que ayer íbamos de paseo con Apolo y que hoy vamos hacia Weimar, que somos viejos y que somos jóvenes, que hace tiempo hemos dejado a Nietzsche a mitad del camino y que mañana, acaso, abandonemos al caudillo poeta. ¡Seamos, en suma, los proclamadores, los narradores de nosotros mismos!

¿Acaso no es esta la señal de nuestra superioridad? ¿Acaso no es la aureola de nuestra grandeza?

Aceptemos, pues, la carga; no nos cansemos de hacer y rehacer nuestras cuentas. ¡Pesémonos cada día en la balanza del espíritu, tomémonos el pulso cada hora, publiquemos cada década el boletín de nuestra salud o de nuestras enfermedades!

Y, sobre, todo hagamos proyectos, amigos míos. Hagamos muchos, grandes, continuos proyectos. ¿Acaso el proyecto no es el proyecto no es el té, el café, el opio, el hachís de la vida?

¿Acaso no es el sustituto, el sucedáneo, las arras de la humanidad? ¡Dulcísimo y benigno Dios, cuánto te he amado, acunado y acariciado en el secreto de mi alma!

¿Quién cantará tus alabanzas, quien hará para ti una apología con proemio, notas y apéndices? ¿Quién te amará como yo te he amado?

Dos felicidades concedes a los hombres. La de tener un pretexto para no hacer nada en la espera de la elección y la de persuadirse que se goza en el presente lo que se medita en el futuro. Tu eres, pues, proyecto, el doble y santo sendero del reposo, la dúplice escala ascendente hacia el ocio perfecto.

¡Hagamos, pues, proyectos amigos! Que vuestra vida esté hecha de planos y esbozos, que la muerte no encuentre en nosotros otra cosa que promesas, que la vida no sea para nosotros más que espera eterna. Pero ¿qué digo? Todo esto vosotros lo hacéis, lo habéis hecho. Es más —confesadlo—, sólo habéis hecho esto.

¿Acaso no somos, por ahora, hombres que hacen un gran consumo de fantasía, y no somos los castos novios de la vida y de la gloria?

Oímos rugir a nuestro alrededor la vida, como un gran mar entre los cantos de las sirenas y el rumor de las carnicerías. Pero estamos todavía aquí, en la orilla, con los pies en la arena que cede, y no hemos superado todavía las primeras olas. Es más, ni siquiera estamos en la orilla. Muchos de nosotros están todavía encerrados en sus casas, en sus viejas casas, entre el hogar paterno y la celda mística. Y yo creo a estos grandes niños que tienen grandes mapas delante y con el dedo señalan los caminos y con los ojos siguen los confines en lo alto de cada carta está escrito: El Mundo

Cada noche, cuando las estrellas nos hacen más pensativos, cuando los hombres regresan del trabajo y tienen tiempo de pensar lo que han hecho o harán, cuando pasan por las calles los cantos y los sonidos de aquellos que no pueden olvidar, nosotros nos situamos delante de nuestros mapas y buscamos con los ojos un poco húmedos y la mano un poco temblorosa el itinerario de nuestra vida.

¡Terrible angustia de estas horas de búsqueda! ¡Terrible miedo de los abismos y de los pantanos! Todo está dibujado en estos mapas con signos ligeros y de varios colores. Está allí, a un lado, el país de la Ternura, coloreado de azul y de rosa, con bosquecillos bien podados, con riachuelos de plata en los cuales corretean pececitos de oro. Pero está también el País del Terror, hosco de bosques, entrecruzado de sangre, hirsuto de montañas, sin ríos ni lagos, árido y despiadado como el corazón de aquel que muere de ira. Y al lado, por extraña ventura, está el País del sueño, cubierto de móviles vapores, vivo de ágiles linces, llenos de fantasmagorías, con desiertos que se animan al soplo de la Morgana, con precipicios que hacen nacer por milagro fuentes bajo los pies de los peregrinos. Y más allá se ve el País de los Mercados, con su tierra opulenta y sus graneros repletos; el País de Dios, con las cabañas de ermitaños y las armonías de las basílicas; el País de la Palabra, rumoroso de gritos y maloliente de hálitos.

Todas las regiones y muchas otras vemos, en el mapa del mundo, por la noche, bajo la luz familiar de la lámpara. Y vemos los caminos que llevan a los tesoros y a los éxtasis, que nos conducen a la camita del recién nacido o nos arrojan en un océano sin orillas; que tienen por meta la locura o el poder, la fosa o el trono. Los vemos todos y los seguidos, señalándolos lentamente en el mapa con nuestros dedos febriles. Y las horas pasan pesadas y tristes, pasan los hombres que alborotan, pasan las mujeres que ríen, y nosotros seguimos los desarrollos de los caminos, descubrimos atajos adivinamos los senderos y señalamos a nuestro cuerpo que espera el retiro perfecto o la conquista de toda tierra.

Mientras tanto, el tiempo pasa con su silenciosa crueldad. Lo oímos a nuestra puerta, que pisotea llanamente como un ejército de demonios descalzos. Cada día es un demonio, cada hora es un demonio, cada minuto es un demonio amigos. ¿Nadie se da cuenta de ello? ¿Nadie lo dice en voz alta? ¿Tendré que recordaros con temor que cada día, cada hora, cada minuto, nos hace menos jóvenes, nos hace menos fuertes, nos hace menos eternos? ¿Tendré que haceros temblar pensando en la muerte del tiempo, en la muerte de la vida, en la muerte que no conoce redentores, que no sabe de resurrecciones? ¿Tendré que deciros, una vez más, con susto, que tenemos muy poco hilo que desarrollar, escaso aire que respirar, pocas bocas que besar, pocos instantes para crear?

¿Nunca pensáis en todo esto? ¡no sentís este acoso del rápido destino que no descansa nunca? ¿Y nunca os sorprende, mientras despedazáis vuestra alma mientras sacáis al balcón vuestros trapos, mientras hacéis vuestros itinerarios, no os asalta nunca el desdén, el desprecio, el asco de vosotros mismos? ¿Nunca tenéis un impulso violento que os haga salir de la sala anatómica y del mapa geográfico, no experimentáis nunca un deseo salvaje de esconder vuestras interioridades y de romper vuestro mapamundi pintado?

¿Hacedlo, pues, de una vez, amigos! Decid: ¿Acaso estamos aquí para darnos en espectáculo? ¿qué divino empresario nos ha contratado? ¿Acaso estamos en la feria para vomitar por la boca naderías doradas, como un juglar charlatán? ¿Tenemos que consumir la vida, brizna a brizna, gota a gota, diciendo lo que haremos en lugar de hacerlo, dibujando con graciosas curvas los viajes que nunca iniciaremos, trazando sobre el papel los triunfos que no obtendremos, dibujando los caminos que no conocerán nuestros pasos?

Un pequeño esfuerzo, amigos, Arrojemos a aquel mar furioso y espumoso que tanto nos atrae nuestros mapas. El mar es un Dios prudente que sabe guardar los secretos: no nos traicionará. No arrojará a la orilla los cadáveres de nuestros propósitos. Acabemos, un buen día, de narrar con bellas palabras lo que somos o lo que buscamos ser, dejemos de proponernos con acentos heroicos fugas nocturnas y exploraciones, y andemos. Qué por última vez las palabras sean pajes que no preceden a ninguna ley.

Dirijámonos hacia el sur, o bien hacia el norte. Clásicos o románticos: ¡qué importa! Por Cristo o por Satanás. Líricos o dialécticos, señores de palabras o capitanes de voluntades: lo que queramos, o podamos, o sepamos. Pero hagamos algo, ¡en nombre de Dios! Demos a nosotros mismos, a nuestros compañeros, a los enemigos, nuestra obra, la prueba de nuestra fuerza conquistadora y generadora. ¡Que cada uno realice su propio trabajo, por grande o pequeño que sea, que cada uno recoja su cosecha, ya sea de humilde avena o de rubio trigo!

La nave está junto a la orilla, en el puerto embreada de negro alquitrán, cono todas las velas al viento, con todas las banderas a la luz. El capitán a proa, escruta el horizonte; el contramaestre está inclinado sobre las cartas oceánicas buscando la ruta futura. Pero la nave permanece junto a la orilla, las anclas están todavía agarradas al fondo, la nave no se mueve, la nave no zarpa todavía.

A las puertas de la ciudad, el caballero ha subido a caballo. El caballo está enjaezado, el caballero lleva en la mano el arco nervioso, al costado, la obscura espada. Pero el caballero no mueve ningún miembro, el caballero no arroja flechas, la espada no sale de la vaina.

Tú, hombre, estás en el umbral de la vida, y se columbran tus fríos ojos, que ven muy lejos; se oye el latido de tu corazón, que desea y aborrece con igual vehemencia escucha tu respiración anhelante de fiera que está a punto de arrojarse sobre la tierra.

Pero he aquí que a la hora de la espera sucede la de la impaciencia. La nave oscila y se estremece sobre el espejo de las aguas y hace gemir los cables que la retienen cerca de la tierra; el caballo patalea, relincha tiende el morro hacia adelante, hacia el prado que huele, hacia el campo que ondula…



Leído en http://es.scribd.com/doc/56610034/Papini-Giovanni-Lotragicocotidiano

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