La consolidación de la derecha y la fragmentación de la izquierda vienen a cerrar un ciclo histórico para la izquierda y para el país. El ciclo estuvo asociado al petróleo (1938) y a la democratización del régimen autoritario (1968, 1988, 1994).
Sin el petróleo y la defensa del petróleo, con la consolidación de la derecha y de todas sus reformas estructurales, con una Presidencia que de nuevo concentra el poder y no está sujeta a rendición de cuentas, y con unas fuerzas propias divididas, el futuro de la izquierda sería sombrío sin una revisión crítica de lo ocurrido y sin una nueva definición estratégica que la reposicione y le permita competir con éxito en las elecciones. Falta que alguien sacuda con los “tres bastonazos” (Hegel) para declarar el cierre de este ciclo. Falta que revitalice sus compromisos con la democracia, la justicia y la honestidad pública. Falta que —con audacia, imaginación, rigor y sentido práctico— se avance en su unificación y ciudadanización.
La izquierda y las fuerzas progresistas no pueden vivir ancladas a una etapa anterior, ni en un intento permanente por regresar a lo que ya no existe. Pueden intentar recuperar el petróleo para la nación, pero tendrán que hacerlo con los instrumentos que otorga la democracia. Con votos, movilizaciones de escala suficiente, regulaciones y participación ciudadana. Y tendrán que hacerlo como parte de un programa más amplio que sea capaz de construir las nuevas mayorías, de acercarse y representar a sectores de los cuales ha estado alejada. La defensa del petróleo, por sí, no es suficiente para ganar una elección. La agenda deberá ampliarse para incluir lo que interesa a las clases medias, a los jóvenes, al occidente y al norte del país.
La izquierda tiene que refrendar sus principios. Sus causas son las de las mayorías. La democracia sigue siendo un objetivo aglutinador por el cual hay que pelear. La exigencia de justicia es absolutamente actual. La honestidad pública es una causa que, si se conduce con el ejemplo, puede mover montañas. La defensa del medio ambiente está en el corazón de los jóvenes.
No es difícil adelantar los escenarios para 2015 y, en consecuencia, para 2018. Si la izquierda va dividida, los resultados serían desastrosos. PT y MC podrían perder sus registros. PRD y Morena estarían compitiendo para saber quién de los dos es la minoría menos minoritaria. Sería el juego ideal para la derecha, ya sea que el PRI se consolide o que reparta sus votos con el PAN. Ni uno ni otro deberían ser subestimados.
Se necesita unir a la izquierda. Está demostrado que cuando se logra la unidad se incrementan significativamente los votos. Pero ahora no basta con reconstruir una coalición electoral con la que se compitió en 2012 y se logró ser la segunda fuerza nacional. Ante una derecha unida en lo fundamental y endurecida en sus métodos autoritarios, hace falta una decisión política de fondo.
Lo que se necesita es considerar —con la mayor seriedad y urgencia— el camino legalmente posible de la fusión, para integrar a las partes dentro de un nuevo partido democrático, de oposición progresista, capaz de competir seriamente con la derecha. Ahí está el ejemplo del Frente Amplio de Uruguay, que ante la división logró construir un partido decente, competitivo, incluyente, además de un buen gobierno. En repetidas ocasiones se le ha mencionado como ejemplo, pero sin asumir las consecuencias.
La unificación por sí misma operaría milagros. Colocaría a las fuerzas progresistas en la situación de ser la oposición al gobierno para 2015, con todas las ventajas que ello tendría dado el indudable desgaste que ha sufrido el presidente Enrique Peña Nieto. Pero la unificación no sería suficiente. Hay que ciudadanizar ese partido progresista. Hacerlo con grandeza y generosidad. Imaginemos el movimiento que se levantaría si ese partido abriera dos terceras partes de sus candidaturas a las ciudadanas y ciudadanos más reconocidos a lo largo de la república
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